EL CID EN HOMBROS |
Decíamos ayer, quien dice ayer dice la
semana pasada, que la Feria de Otoño que acaba de terminar parecía haber sido
concebida para enfrentar dos conceptos del toreo. El toreo clásico, erigido a
partir del canon de la suerte cargada y el dominio del hombre sobre un animal
fiero, y el toreo moderno, sustentado sobre la pérdida de la posición y el
acompañamiento de las embestidas de un toro dócil, que sale ya dominado del
toril. La cuestión de la colocación del torero y los terrenos que pisa para
torear es esencial a la hora de dilucidar si a la estética particular de cada diestro
le acompaña un principio ético, consistente en no engañar al público con
técnicas espurias que hagan de la ventaja el fundamento de este rito. Todas
estas disquisiciones se aprecian mejor desde la andanada, balcón privilegiado
para graduarse en los postulados de la tauromaquia que nos sigue llevando a la
plaza y aunque haya aficionados capaces de descubrir la impostura desde
cualquier otero, la atalaya a la que subimos cada tarde permite hilar más fino
sobre la geometría taurina que legitima el triunfo y no se percibe del mismo
modo desde el tendido y mucho menos desde la televisión, donde todos los gatos
son pardos y las faenas grandiosas, mientras haya un toro dócil que siga dando
vueltas y un comentarista tramposo engañando al personal.
En la tarde del cuatro de octubre del año
trece, el Cid dictó su última gran lección
en las Ventas con Verbenero, un toro castaño bociblanco de Victoriano del Río, en
el día en el que el toreo al natural conoció su expresión más pura en lo que va
de siglo taurino en Madrid. Seis años después, en la tarde del cuatro de
octubre del año diecinueve, el Cid se despidió de su plaza, Manuel Jesús
siempre fue torero de Madrid aunque naciera en Salteras, provincia de Sevilla.
La tarde tuvo como único argumento el de la emoción, desde la ovación de
bienvenida que el torero tuvo que saludar por partida doble, hasta la salida a
hombros final por la puerta de cuadrillas, que incluso esa puerta privilegiada
que Madrid ha solido abrir a sus toreros en las grandes despedidas sin
necesidad de que cortaran orejas, le negó el sistema a quien siempre mantuvo la
independencia en su trayectoria contra el viento de las empresas y la marea de
los críticos del pesebre. El que nunca huyó de la plaza de más compromiso, el
que nunca puso reparos a torear con cualquier compañero, el que siempre se
anunció frente a los toros de respeto que ponen en fuga a las figuras, se fue
como los grandes, recorriendo a pie el anillo en una vuelta al ruedo lentísima
y final que vale por todos los triunfos que le arrebató la espada, que al Cid
sin tizona nunca le hizo falta hundir el acero hasta los gavilanes para entrar
en el corazón de la afición de Madrid.
LA TRINCHERILLA |
El homenaje de la empresa a tanta entrega consistió en poner al torero en una corrida desesperantemente descastada que
permitió al ganadero de Fuente Ymbro
completar la limpieza de corrales necesaria por estas fechas, en agradecimiento
a un estajanovismo preocupante que ya anuncia cuatro corridas y cuatro
novilladas para la próxima temporada venteña. Emilio de Justo aportó al acontecimiento su habitual
profesionalidad y Ginés Marín su
acostumbrada superficialidad y el Cid, en un curioso guiño del destino, pasaportó
a su lote con dos estocadas.
Desde el altozano que nos alberga, las
corridas acontecimiento se divisan con mesura. El populismo fácil que a menudo
electriza los tendidos nos llega con el filtro de la distancia y sin embargo,
el toreo ejecutado con verdad alcanza
instantáneamente las alturas. La tarde en que Antonio Ferrera lidió seis toros de distintas ganaderías hubo
muchos pases pero ninguna faena completa, innumerables lances con el capote,
galleos inverosímiles, quites imposibles de descifrar sin tener a mano el
volumen de las suertes del toreo de José Luis Ramón, y ni una sola estocada
digna de tal nombre. Lo bueno de ir a ver a Ferrera es que pasan muchas cosas y
no se le puede negar un encomiable afán de romper con lo anodino. Lo malo es
que muchas de esas cosas parecen sin sentido, improvisadas a golpes de
inspiración, ajenas a un proyecto coherente que tenga en cuenta las condiciones
del toro.
GALLEO |
Es un hecho que al extremeño no le pesó la
tarde. Recibió a la mayoría de los toros sin intermediarios, resolviendo con
solvencia su condición abanta aunque entre tanta borrachera de capote como hubo
en la corrida, no fue capaz de dibujar una sola verónica con dominio y sabor.
El abreplaza de Alcurrucén fue el
único capítulo sin historia de la encerrona, en consonancia con la mansedumbre
y la fealdad del pupilo de los Lozano, que Dios le conserve el olfato al veedor
que lo seleccionó para la ocasión.
El segundo de Parladé fue otro toro de media casta que Ferrera empezó a lucir en
un vistoso quite construido con largas afaroladas encadenadas a la misma verita
del caballo. La faena empezó con buen tono por ayudados muy reunidos para
despeñarse después con menos ajuste y cobrar vuelo de nuevo en un imaginativo
final de muletazos sin ayuda, naturales con la derecha muy descolgado y
templando al ralentí. Dos pinchazos en su sitio y una contraria impidieron
mayor recompensa.
NATURAL |
El primer plato fuerte de la tarde lo
sirvió Adolfo Martín con Sevillano,
un encastado cárdeno que humillaba una barbaridad y que lidia en exclusiva el
matador aunque no siempre a favor del toro, bien picado por Antonio Prieto.
Después se equivoca al introducir la suerte de la garrocha que Raúl Ramírez
interpreta sin excesivo lucimiento ante un toro que no se arranca de lejos en
el segundo tercio. Esa condición incierta provoca uno de los grandes momentos
de la tarde, un enorme par de banderillas a cargo de Fernando Sánchez, que se asoma
al balcón a despecho del cabezazo que le tiene reservado el toro que espera
entre las rayas. La faena es extrañísima. El toro empieza colándose, luego se
traga tres naturales cuando Ferrera lo lleva muy obligado pero al relajarse y
olvidar el mando, el toro se vuelve a enterar de lo que hay tras el engaño y lo
busca. Ahí claudica el torero y lo aliña sin darse coba en busca de la segunda
parte de la corrida, donde le esperan embestidas más convencionales.
FERNANDO SÁNCHEZ |
El primer Victoriano de la tarde es un
caballo de 600 kilos que derriba con estrépito a la acorazada de picar. Nueve
subalternos y dos sobresalientes no bastan para sacar al toro encelado en los
entresijos inferiores del peto y tiene que ser el omnipresente director de
lidia quien se emplee a fondo mientras un mono colea innecesariamente al
morlaco. Como si quisiera aligerar el trance vivido, Ferrera se luce por aladas
caleserinas antes de que el toro ponga en apuros en banderillas al mismísimo Ángel Otero, que está lejos de su mejor
momento. Su matador lo pasa de muleta sin probaturas en los medios citando al
toro en la distancia, dominando el escenario, pero la faena transcurre sin
relevancia hasta que vuelve la abolición de la muleta montada. Es tirar el
estoque de ayuda y Ferrera se transfigura en un torero más puro, mejor
colocado, menos retorcido, más natural. Así surgen buenos pases, muy erguido y
en el sitio. A la hora de matar recupera el cite desde la distancia y cobra una
estocada corta recibiendo a un toro que viene al paso, ocurrencia que ya le dio
buenos réditos en San Isidro pero que esta tarde no es suficiente para alcanzar
la oreja porque cinco descabellos lo frustran todo.
El quinto es Garbancero de Domingo Hernández, un Garcigrande justo
de trapío que se tapa por la cara. Mientras el toro recibe el primer puyazo,
Ferrera se echa el capote a la espalda y de esta guisa pretende sacarlo del
caballo y al fin lo consigue mariposeando con garbo e improvisando el quite de
oro, en una estampa antigua y deliciosa que nos retrotrae a las filmaciones de
los años veinte cuando el quite se hacía sin solución de continuidad con la
primera vara, y el remate del último lance dejaba al toro perfectamente
colocado para la segunda. José Chacón
se luce con los palos y vuelve a demostrar su conocimiento resolviendo un
barullo en la lidia, llevándose raudo al toro a una mano hacia el burladero de
la segunda suerte. La faena comienza sin plan y el torero no se centra en las
cercanías de los pitones, ahora obliga al toro, ahora se relaja, luego se
amontona hasta que descubre por fin que el animal pide la media distancia y es
ahí donde surgen varias series ligadas que le conducen a la primera oreja de la
tarde tras una estocada defectuosa pero de buena ejecución.
MEDIA |
El bombón de la tarde también llevaba la
marca de Victoriano del Río y
se reservaba para el postre, ahí sí que
acertaron los que dispusieron el orden de lidia. Ferrera se va a recibirlo en
la puerta de chiqueros y a la larga de rodillas le suceden fantasías varias de
ayer y hoy entre las que destaca una larga adornada con arabescos capoteros
previos al embroque, en la que el Pana se hace presente en la plaza que nunca
pisó. De nuevo quita al toro del piquero por chicuelinas arrebatadas y media de
torerísima hondura para ponerlo de nuevo en suerte. Se le pide banderillear
pero por no desairar a la cuadrilla ya dispuesta para el trance, deja que
Montoliú pase un quinario y Sánchez se luzca de nuevo y después solicita al
presidente una última entrada en la que quiebra al toro por los adentros pero
el castaño no acaba de comprar el cambio y Ferrera aguanta con gran exposición clavando
en la cara la bandera extremeña en todo lo alto, la plaza entera boca abajo
contemplando el paroxismo final de recortes a cuerpo limpio de un torero que
parece en estado de gracia. La faena empieza de rodillas ligando derechazos, pero donde encuentra el clamor
definitivo es de pie, en dos series con la diestra templadísimas y una al
natural relajadísimo, muy reunido, muy de verdad. Faena corta porque el toro se
raja que remata de estocada honda y dos
descabellos. El animal ha terminado sus días en la misma puerta de chiqueros y
como los mulilleros no pueden alargar está vez el trámite, el palco concede la
oreja cuando el tiro de Caronte ha iniciado ya el camino hacia la morgue del
despiece y una vez entregado al héroe el salvoconducto para la puerta grande,
el ruedo se llena de un gentío mayoritariamente joven que acompaña a la salida
en hombros más multitudinaria que un servidor recuerda. Espléndida imagen final
de una tarde en la que hubo de todo como en botica, en la que se destaca la
evidente capacidad física y técnica de Antonio Ferrera para lidiar seis toros
en Madrid, pese a lo cual, una vez apagados los gritos de la multitud, sobrevuela la
plaza una sensación de falta de unidad y toreo de enjundia que hubiera podido
elevar la función por encima del indudable entretenimiento.
Al día siguiente del frenesí, la calma. Adolfo Martín también quiso hacer su
particular contribución al desastre ganadero de la feria, enviando una corrida
desigual de presentación, tres cuatreños más manejables y tres cinqueños
pasados, casi seis años a las espaldas y en las ideas que sin duda pesaron en
su comportamiento incierto y descastado.
Curro
Díaz
lidió el toro más aprovechable de la tarde, Bonito de nombre y de hechuras, su
encastada boyantía por el pitón izquierdo requería un torero dispuesto a
subordinar la estética al compromiso, pero Curro parecía querer marcharse del
envite en cada serie, desconfiado y muy movido de pies, a pesar de la plástica
evidente que surgía en cada pase y del eco que encontraban en la afición los
naturales de su inconfundible sello.
CURRO DÍAZ |
López
Chaves
venía preparado para la pelea y se encontró con un Adolfo nobilísimo, terciado
y muy blandito, al que sostuvo a base de aplicarle un temple exquisito desde la
colocación exacta. Apuntamos en su haber el detalle en extinción de coger el estaquillador de la muleta por el mismísimo centro, y en su debe, un manejo del acero impropio de torero tan poderoso. El quinto no quería salir del chiquero y se emplazó en la
bocana pidiendo un torero con redaños para provocarle el interés por el mundo
exterior y allí tuvo que acudir el matador para aguantar con firmeza el arreón
inicial y salirse después hacia los medios con un capoteo defensivo que no
contribuyó demasiado a enseñarle a embestir. Después todo se vino a menos y el
toro llegó al último tercio con una sosería extraña a su encaste.
Manuel
Escribano
reaparecía en las Ventas después de la grave cornada que cobró de un toro de
Adolfo en San Isidro. El público reconoció el gesto obligándole a saludar y el
de Gerena puso en marcha el guión que invariablemente trae preparado a la plaza,
le toque lidiar a la tonta del bote o a un peligroso barrabás. Recibir al toro
a porta gayola es un trance efectista que pierde su sentido cuando se reitera
en exceso y Escribano se va hacia la puerta de chiqueros en todos sus turnos
sin excepción como si hubiera hecho una promesa. La gente se sobresaltó con el
atragantón que se llevó cuando el toro se le paró en el primer intento de larga
cambiada pero acabó contemplando la última excursión al territorio de Florito con
absoluta indiferencia. En su empeño por sumar puntos como si la lidia fuera la
liga de fútbol, Escribano se obstina en banderillear a todos los toros,
costumbre que debería replantearse después del mitin que dio con el tercero,
que cortaba el viaje una barbaridad. Cómo sería la cosa que tras poner a duras
penas tres palos en tres entradas intentó pedir el cambio de tercio pero el
presidente no tragó y le obligó a cumplir el reglamento. Para completar la partitura prevista, Escribano pasó de muleta de igual manera al malo que al menos
malo, en sendas faenas sin ángel, ayunas de mando y personalidad. Qué lejos queda la frescura de aquel torero a quien pusieron en circulación las dos
orejas que cortó en Sevilla a un Miura en la corrida destinada inicialmente para el Juli, a
quien recordamos que ya va siendo hora de repetir el gesto o le retiraremos el
altar que tenemos para él dispuesto en la andanada.
EL ALTAR |
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