Paco Ureña |
El primer fin de semana de la Feria de Otoño
del 19 giraba en torno al plato fuerte del desafío entre dos de los
triunfadores de la isidrada anterior, como si la mente diabólica del gatopardo
de Nimes se hubiera propuesto enfrentar mano a mano impostura con pureza y
modernidad con clasicismo, para que así quedara patente en una misma tarde,
sobre la arena de las ventas, la diferencia entre la mentira y la verdad. La
propuesta fue respondida con un lleno en la última jornada del veranillo de San
Miguel pero el dilema sobre quién había llevado a la gente a la plaza se
resolvió pronto cuando al romperse el paseíllo, la afición conspicua sacó a
saludar a Paco Ureña en recuerdo de la eclosión de su toreo en la penúltima tarde
de San Isidro y sin embargo protestó a Perera cuando el lorquino le obligó a
compartir la ovación por aquella puerta grande tan cuestionada en el día del
patrón, por la que se llegó a pedir la dimisión del presidente Gonzalo de
Villa, que aún sigue en el palco.
El vídeo de la tarde debería ser de
proyección obligatoria en las escuelas taurinas para explicar a las figuras en
ciernes la diferencia existente entre torear y destorear. Torear es lo que hizo
Ureña con el primero de su lote, un Cuvillo bautizado Ricardito, número 200, un
cinqueño de marzo del catorce que ya fue sobrero en la tarde de su triunfo
grande y que desde entonces si las fichas de ambas corridas no mienten, ha
perdido nada menos que 26 kilazos sin necesidad de pasar por Naturhouse. Ureña
construye una faena que comienza a cimentarse con los materiales habituales del
estatuario ensimismado, el trincherazo hondo, el ayudado de seda y el de pecho
triunfal, un preludio maravilloso que logra el efecto de que dejemos de
cuestionar al toro y nos abandonemos a la gloria del toreo, como siempre ha
pasado. Cuando Paco levanta las paredes del toreo fundamental, el toro se derrumba y
el torero tiene que apuntalar la obra empleando el material del temple, a media
altura pero siempre en el sitio, encajado y natural. El poso de la gran
temporada que lleva a las espaldas le ha llevado a asentarse como torero, a
pensar más en la cara del toro, a medir las faenas, a no atropellar la razón.
Se suceden los pases cada vez con más ajuste, con más empaque, con más verdad y
en un cambio de mano interminable, llega el clamor en el que se instalará la
plaza hasta la estocada final, la pureza en la ejecución de la suerte va
acompañada de la colocación un punto contraria. Oreja de ley.
Oreja de ley |
Antes de la lección de Ureña, Perera explica lo suyo a las buenas gentes pero aunque el primero de Juan Pedro se mueve con nobleza, el diestro no logra poner en marcha el mecanismo de las ovaciones con su propuesta trapacera y despegada. Después con el tercero de Victoriano del Río, tampoco funciona la cosa a pesar de que pareciera que las formas de Ureña han obrado el milagro de conducir a Perera por el camino del gusto y la reunión, sobre todo en las verónicas de recibo que interpreta genuflexo y en un galleo torerísimo por chicuelinas de mano muy baja, pero el toro no colabora en el asunto de la movilidad en el último tercio, elemento imprescindible para encender la mecha de los fuegos de artificio del toreo moderno. Con todo, debemos agradecer a Perera que haya sumado a su extraordinaria cuadrilla de esta tarde, la sabiduría lidiadora de José Chacón, por si la tersura del capote de Curro Javier y la brillantez con los palos de Ambel y Arruga, no resultaran argumentos suficientes para engalanar la tarde.
Ureña no dice gran cosa con el jabonero
cuarto de Juan Pedro y la corrida se desliza por la cuesta abajo de la
mediocridad cuando sale el quinto de Núnez del Cuvillo, ganadería seleccionada para
la docilidad en la muleta, de nuevo muy blandito y justo de presencia, muy protestado
en los primeros tercios. Perera apuesta por el toro y lo cita de largo en los
medios, y allí acude el Cuvillito alegre, dejando atrás las claudicaciones
precedentes, encontrando en la muleta que se mueve allí a lo lejos un señuelo
que no le obliga nunca, que jamás lo quebranta, al que el animalejo persigue
incansable una y otra vez, sin preguntarse por el hombre que hay detrás del
engaño, aquél que fue capaz de aguantarle el paso en Madrid a la apoteosis tomasista
de 2008, con otra propuesta de mayor compromiso que le hizo adquirir el prestigio y cobrar lo suyo en cornadas. A partir de ahí nació otro torero que
aprendió a basar su poderío en conducir el viaje previsible sin estrecharse
nunca en el embroque, en mecanizar tarde tras tarde la técnica innegable de saber hurtar el cuerpo a la embestida con el birlibirloque del
pico y la pierna retrasada y para qué volver al terreno donde los toros cogen
si el público sigue aplaudiendo la función, incluso en este Madrid que brama
con Perera después de haberse entregado a Ureña, debe ser que cuando hay hambre
la mortadela sabe igual que el buen jamón. Un pinchazo sin soltar y un metisaca
en los bajos desbaratan el triunfalismo que ya tenía preparada una nueva puerta
grande para culminar el despropósito.
Perera en la distancia |
En el fin de fiesta, restaba por salir
el último de Victoriano del Río, que el presidente trató también de aguantar por
ver si se obraba de nuevo el milagro del tullido. Un batacazo del toro tras el
segundo par de banderillas desengañó al usía y un brevísimo pañuelo verde dio
paso a un sobrero de José Vázquez, el de los toros indultados en las plazas de
Maximino Pérez, en sus predios de Illescas y Cuenca. Pero si naciste para
martillo, del cielo te caen los clavos. Si Ureña creía que iba a acabar la
tarde sin sobresaltos no tuvo más remedio que volver a la dureza de antaño y soportar parones y
tarascadas de un pregonao que al sentir la disposición del torero, tuvo que claudicar, podido en las tablas donde el triunfador incontestable
de la temporada, acabó con sus días de estocada desprendida en la suerte de recibir.
Para la segunda tarde, el extraño cartel
que compuso la empresa sólo tenía sentido si lo que se intentaba era
contraponer la plasticidad con el feísmo, la naturalidad con el tremendismo,
las finas maneras de Juan Ortega contra las toscas trazas de Juan Leal, con
Daniel Luque de testigo absurdo de un duelo imposible. Al final, la enésima
moruchada del Puerto de San Lorenzo, atenuó las diferencias entre uno y otro, y
ambos comulgaron con parecida escasez de oficio y el mismo empeño en matar a la
última.
Lo mejor de Leal es su fondo de valor
estoico que acredita en los quites que prodiga y en el impávido comienzo de la
faena de muleta al segundo de la tarde, a base de pases de rodillas cambiados por la
espalda. Es lástima que al ponerse en pie, su concepto técnico le impida buscar
la colocación que admitiría su arrojo y persiga con tanto ahínco la despedida
del toro hacia la periferia. En el quinto desperdicia lamentablemente el
esfuerzo con que su hermano Marc intenta ahorrar lances en la lidia, para
conseguir que el boyancón del Puerto brindara algunas embestidas bonancibles
para provecho de la empresa familiar. Como en la parábola del hijo
pródigo, el hermano de oro se gasta la herencia despilfarrando el trabajo del
hermano de plata que ya en el segundo se había jugado el pellejo dándole todas
las ventajas al toro en un postrer par de banderillas que iba a ser enorme pero
concluyó en cogida por fortuna sin consecuencias. Tanta fraternal entrega
para que al final Juanito practicara el toreo al revés, el mismo planteamiento
ventajista en la distancia y en las cercanías acabó por aburrir al toro,
cansado de aguantar mantazos.
Juan Ortega |
Juan Ortega es de aquellos toreros que como ocurría con los curristas, necesitan partidarios que se conformen con verlos hacer el paseíllo, esa forma de venir vestido, esas maneras de andar por la plaza que le separan de aquellos otros que salen de la cara del toro como lo haría el lateral derecho del Atlético de Madrid. Porque después, apenas la compostura. El tercero recibe mil capotazos en la lidia que descomponen su fondo de mansedumbre hasta que acaba aculado en tablas en el tercio de banderillas, situación que resuelve Antonio Chacón con un grandioso par al sesgo. En la muleta sólo apuntes de Ortega insinuando pases que nunca encuentran remate y continuidad. El curso que da Chacón en la lidia del sexto le enseña a su matador que el toreo es posible pero Ortega vuelve a defraudar, medroso en exceso, absolutamente desbordado por un toro que dista mucho de ser un barrabás.
Y Luque. Nadie entiende el ambiente que
Luque tiene en Madrid, pero lo tiene. La de veces que hemos venido a verlo en
esta plaza y no recordamos alguna tarde en la que nos convenciera, ni siquiera
aquélla de hace un lustro en la que abrió la puerta grande también con los del
Puerto y de la que no recordamos nada. Seguramente tampoco lo hacen los que le
cantan las verónicas lánguidas que acompañan las embestidas mortecinas de su
lote, acaso reconociendo la incuestionable hazaña técnica que debe ser manejar
el percal sin acabar tropezando con ese pedazo de toldo que gasta por capote,
del que saldrían tres de Curro tirando por lo bajo. A pesar de todo, y de que
sus dos toros son de diferente procedencia, la que dista del puerto a su
ventana, ambos se comportan de manera idéntica al hacerse presentes en el
ruedo, barbeando siempre las tablas en busca de la comodidad de la dehesa.
Ambos tienen asimismo veinte pases antes de su previsible huida, que digo yo
que si ese es el destino seguro que aguarda al trasteo según el vaticinio de
los que llevamos contemplando la misma jugada durante décadas en la piedra,
resulta inexplicable que los profesionales se empeñen en tirar líneas de manera
anodina por las afueras para no atacar a un toro que se va a acabar rajando
igual. ¿No sería más aconsejable ponerse en el sitio, meterse en el terreno del
toro, ceñir la embestida y vaciarla detrás de la cadera, aunque el toro en
lugar de aguantar treinta viajes sólo admitiera diez? ¿Lo sabría hacer Luque?
Dicen que en Francia lo hace, pero llegar a las Ventas y apuntarse al carro del
ventajismo es todo uno. En fin.
Tomás Rufo |
No hay comentarios:
Publicar un comentario