Si
todo el tiempo que invierte el españolito medio en descubrir las mil y una
maneras de medrar para alcanzar un objetivo llevando a cabo el mínimo esfuerzo
posible, lo empleara en trabajar adecuadamente para conseguir ese mismo
objetivo, el españolito quizá dejaría de serlo para convertirse en noruego o
alemán. Pero entonces, nuestro compatriota escucha en la tele que esos eficientes
caballeros del norte tienen el índice de suicidios más alto del mundo civilizado
y que en realidad sueñan con haraganear bajo nuestro sol porque como en España
no se vive en ningún sitio, e inmediatamente se absuelve de su habitual apatía,
se perdona la incompetencia cotidiana y se le quitan las ganas de anhelar la
transparencia y el control de la corrupción de los que goza el frío edén
escandinavo.
Y es que en España, la tolerancia hacia el que
roba y gestiona mal es directamente proporcional a lo bien que le vaya a uno en
el complicado oficio de salir adelante. El españolito medio no pide cuentas a
sus gobernantes si tiene para ir tirando y puede disfrutar de un ratito de sol
al final de la jornada. A este nivel de exigencia le deben su permanencia en el
poder políticos tan evidentemente nefastos como los que han asolado la
administración del Estado y de varias de sus autonomías durante lustros de
desgobierno y corrupción. De lo contrario, resultaría inexplicable cómo el
socialismo andaluz ha podido perpetuarse en el mando pese a la elevadísima tasa
de paro que gestiona y cómo sigue encabezando las encuestas tras la revelación
de los fraudes que han afectado a los sucesivos gobiernos de la Comunidad. Si todavía
hoy en algunos círculos catalanes se defiende el pujolismo porque a pesar de
todo al antes honorable las cuentas le salían y hacía país, y en la Comunidad
Valenciana han reelegido sin rubor listas de candidatos cuya cara de imputados
ya era patente antes de convertirse en ninots sin derecho a indulto, la única
justificación posible es que quizá no quede otra alternativa que conformarnos
con quemarlos una vez al año en la hoguera para acabar votándolos finalmente
como representantes al cabo, de nuestra propia condición.
En el fuero interno del españolito,
siempre ha existido una secreta admiración por el que triunfa siguiendo el
atajo del listo. El prestigio del esfuerzo callado y a largo plazo cede
inevitablemente ante el elogio al espabilado que se hace rico aprovechando una ocasión
afortunada o colándose por un resquicio del sistema. Es el mismo esquema mental
que aplaude la triquiñuela en el fútbol, el escaqueo del funcionario, las bajas
laborales que no son. El que critica el fraude fiscal a gran escala pero se
congratula de sus pequeños enredos si no le pillan, el que demanda que los
Gobiernos sean justos y benéficos pero no se habla con el hermano al que le fue
mejor en el reparto de la herencia.
De lo contrario, sería inimaginable que
una persona que reaccionara contra la imposición de una multa de tráfico de la
manera bochornosa en que lo hizo una famosa política madrileña, todavía tenga
la desfachatez de postularse para alcaldesa de la ciudad que emplea a los
agentes de los que huyó, basándose en el aval de su popularidad intacta en las
encuestas. En un plano de gravedad superior, es el mismo mecanismo de
complicidad entre gobernantes y gobernados que le permitió a González
sobrevivir todavía unos años en el poder pese a la evidencia pública de su
devenir por el crimen de estado.
La picaresca está impresa en el
carácter español sin necesidad de lecturas. No hace falta haber visitado los
textos del siglo de oro para desarrollar el impulso mental que conduce a pedir
que no te apliquen el IVA en la factura del fontanero o a usar la tarjeta de la
empresa para gastos privados y no declararlos a pesar de haber sido ministro de
hacienda. La tragedia de nuestra naturaleza corrupta nos hace sospechar que hasta
Rajoy se salvaría del escándalo de los sobres si a sus administrados les hubiera
ido mejor estos cuatro años en el reparto del pastel. Su prepotencia le impide ahora darse cuenta de que es inminente su sustitución por nuevas generaciones de gobernantes cuya limpieza actual se irá diluyendo irremediablemente cuanto mayor sea el poder que vayan acumulando.
Todavía nos queda recorrido por delante
para que prolifere el ejemplo de mi abuelo que cuando descubría que le habían
devuelto de más en la tienda de la esquina, regresaba inmediatamente para
desenredar el equívoco. Alguna vez me ha pasado a mí lo mismo pero debo reconocer que nunca he desandado el camino para volver a la tienda.
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