España es un país recorrido por la mala
leche. Un cainismo eterno oscurece nuestro lugar en el mundo, una necesidad atávica
de expresar el guerracivilismo que anima nuestros genes desde hace siglos,
lastrando con un rastro de acíbar el bienestar que vamos conquistando a pesar
de todo. España es ese territorio en el que el gesto de su mejor deportista
bajando del olimpo para remangase y ayudar a los vecinos de su pueblo anegado
por las inundaciones, es saludado por los odiadores profesionales señalando
como impostor al ídolo entre el barro. Detrás de cada triunfo surge la mueca
agria del disconforme, al lado de tu felicidad camina la envidia del desdichado
contra la cual no cabe otra defensa que seguir el ejemplo de Miguel Mihura y fingir una cojera después de cada éxito teatral.
El español siempre ha sido capaz de lo
mejor y de lo peor. Disfruta del segundo menor índice de criminalidad en el
mundo pero se abisma a menudo en el precipicio del enfrentamiento sin sentido. En
el país que lidera la donación y el trasplante de órganos, el duelo a
garrotazos de Goya sigue crispando nuestra piel, a poco que cuatro oportunistas
sitúen en el centro del debate público al dictador al que ni ellos ni los que avivan
ese fuego de artificio, sufrieron realmente. El franquismo merece quedar
enterrado en el anonimato pero es más difícil dar tierra a las actitudes que
cuarenta años de democracia no han logrado aniquilar.
De nada nos sirven los augurios que nos
pronostican la esperanza de vida más alta del planeta si aún no se ha producido
la revolución pendiente que haga deseable esa longevidad, si siguen hostigando
a la justicia los que pretenden manejarla a su antojo, si quienes defienden una
idea de España la construyen sobre el odio al inmigrante, si tenemos que
convivir con las voces que le gritan a Ortega Lara, vuelve al zulo. Es franquista desear la muerte a un torero herido, es franquista abanderar el boicot a un cómico
torpe, franquista es acosar a una persona en las mismas puertas de su intimidad.
Y es franquista exigir al gobierno que atropelle la ley y excarcele a políticos
presos, franquista es orientar el consumo por motivos ideológicos, es franquista inaugurar el pantano de la arbitrariedad.
Llevamos el franquismo en las venas y la
querencia por el partido único en la mente. Tal vez en ello esté el origen de
la permanencia en el poder autonómico de opciones que llevan siendo votadas
desde hace cuarenta años a despecho de la corrupción que nutre sus maquinarias y
de la incuria a la que someten a sus administrados. Quizá sea preciso que pase
otro medio siglo hasta que adquiramos la madurez democrática necesaria para que
el apoyo a unas siglas no esté tan determinado por los sentimientos como por el
sentido común de la alternancia sin estridencias.
Mientras tanto, la sociedad conformista
que aún es incapaz de castigar plenamente los desmanes del bipartidismo, asiste
al desembarco de nuevos líderes que se pasean por las instituciones vestidos
con el traje nuevo del emperador. Su carencia de ideología les permite
proclamar ayer que jamás pactarían con los que socavan la Constitución y
hacerlo hoy sin respeto a la palabra dada, partirse la cara dialécticamente
cada semana en el Parlamento y arreglar bajo cuerda el control de la justicia,
graduar la moderación o abrazar la radicalidad en base a lo que digan las
encuestas, predicar el ensañamiento fiscal con la clase media y hacer del
chiringuito financiero la norma en la organización de su patrimonio personal.
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