Ningún
imperio se escapa de su correspondiente leyenda negra. A imagen y semejanza de
Roma, de la gran Rusia y del imperio español en donde el sol no se ponía, el
Real Madrid triunfante de cada época convive con la polémica en torno a la
legitimidad de sus triunfos, ese incansable prejuicio que imagina oscuros
contubernios, enmarañando la verdad con la mentira. Como dice Elvira Roca en su
disección de la imperiofobia, los enemigos de cualquier poder hegemónico suelen
atribuir el mérito de su dominio a la sucesión de casualidades afortunadas o a
la protección divina, lo que traducido al ámbito deportivo quedaría
representado por la flor que crece en el culo de Zinedine Zidane.
Algo ha
debido hacer mal Florentino este año para que su habitual manejo de las bolas
calientes en los sorteos haya desembocado en una imposible carrera de
obstáculos que a punto estuvo de hacer fracasar la conquista del enésimo grial
de la cruzada blanca antes de tiempo. El presidente no anduvo fino al mover los
hilos porque el Madrid se vio abocado a enfrentarse a los líderes de las ligas
francesa, italiana, y alemana, a los que tuvo que derrotar para emular al
emperador Carlos V que al frente del sacro imperio romano germánico hace cinco
siglos, ya era madridista. Para honrar al sambenito que por entonces empezó a
instalarse en los territorios sometidos, la leyenda blanca tuvo que
emplearse a fondo emponzoñando el corazón del árbitro del Madrid-Juve, hasta
convertirlo en un "bidone dell'inmmondizia" incapaz de comprender que
pitar un penalti claro en el último minuto de la eliminatoria es una canallada inadmisible
que a Buffon no se le hace.
Agentes
del club de Concha Espina viajaron por toda Europa para conseguir que el
jugador clave de cada equipo no jugara los partidos decisivos y así Neymar, Verratti,
Dybala, Robben y Vidal se autoexpulsaron o se lesionaron adrede, estrategia que
alcanzó su punto culminante en la final con la llave de judo que Sergio Ramos
le hizo a Salah. De los porteros del equipo contrario se encargó un comando
secreto con el nombre en clave “butter hands” que prometió a Ulreich y Karius un
retiro dorado en Alemania y un palco de por vida en la Ópera de Berlín.
Todos los
estudios sobre la materia coinciden en que las naciones señaladas por la
leyenda negra acaban asumiéndola mediante una autocrítica feroz. Para corroborar
esta premisa, habrá que decir que el equipo firmó una temporada lamentable en
la liga regular, que tiró la copa como suele y sólo allí donde los focos
alumbraban con más fuerza, donde no era necesario un esfuerzo sostenido, brilló
a ratos iluminado por la fortuna, como el mal estudiante que se aplica a última
hora. Y eso que en el imperio madridista, acostumbrado a la excelencia, el
Bernabéu se convierte cada tarde en el cruel anfiteatro donde el deporte
favorito es hostigar la indolencia para que los destinatarios de los pitos se
conviertan en héroes de la final. En descargo de los jugadores, debe añadirse
que el Madrid no sólo juega contra su rival sino contra el odio universal a su
grandeza. El reverso de esta historia lo escribe siempre el antimadridismo, ese
virus que fagocita la esencia de los enemigos, eternamente obsesionados en
demonizar los títulos del imperio blanco, antes que en disfrutar sus propios
logros.
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