Son nuestros amigos más íntimos, nuestros
hermanos, son las primas lejanas que nos llenan el móvil de propaganda, el compañero
de trabajo que te aturde con su verborrea cada mañana, la cuñada que da el
mitin en cada reunión familiar. Es la gente que puebla tu vida haciéndote
favores, soportando tus carencias, alegrándose de tu suerte o aliviando tu
derrota, acompañándote mejor o peor. Los hay con fuerte conciencia política,
los hay desideologizados por completo, están los que simplemente aspiran a ser
gobernados por alguien que no les perjudique mucho y aquéllos para los que la
acción de gobierno es un asunto capital en su existencia, los que no votan
nunca y los que votan siempre a los mismos aunque arrasen el país.
Son nuestros rojillos de salón, nuestros
fachillas de sobremesa, esos tipos entrañables en la distancia corta que en
contadas ocasiones nos enseñan su versión más extremista, la que enardece un
himno, la que exacerba un vídeo millares de veces tuiteado, la que exalta la
sobreexposición a las tertulias televisivas de ambiente bélico y espíritu
faltón. Son los herederos de la España eterna cuya pulsión cainita resiste al
paso de las generaciones, los que habiendo crecido alrededor de la restauración
de la democracia te recuerdan la ignominia de su abuelo enterrado en la cuneta y
cargan sobre tus espaldas la memoria de su tío masacrada en el paredón.
Toda esa obsesión guerracivilista yace por
fortuna anestesiada bajo el tupido manto del estado del bienestar. Todavía es
el momento en que podemos limar nuestras diferencias acodados con displicencia
en la barra del bar, sin que el eco de la trifulca política traspase el fielato
del sentido común hasta hacer peligrar la conquistada placidez de nuestra
convivencia. Por más que los iluminados de turno proclamen la alerta
antifascista provocando en Cádiz la algarada artificial de tres mil jóvenes más
preocupados por el ascenso de su némesis en las urnas que por su desempleo
endémico, el futuro será incruento si no se les aboca a la imposibilidad de
construir un proyecto de vida propio, si no se les niega la fortuna de
disfrutar de un atardecer soleado en La Caleta, sin nubarrones de precariedad en el horizonte.
Aunque los muecines del nacionalismo solivianten a las hordas independentistas
para que corten las autopistas y tapen su corrupción, la concordia aún será
posible mientras el barcelonés pueda recorrer el Paseo de Gracia sin que los
recortes de los que priorizan la sinrazón amarilla a los servicios sociales, le
amarguen definitivamente la contemplación de su esplendor.
El fortalecimiento de las clases medias es
el antídoto perfecto contra el riesgo de conflicto. Es hora de que los sucesivos
gobiernos se preocupen más de que el crecimiento económico siga llegando a
todos los estratos de la sociedad y menos de jugar a la guerra favoreciendo las
opciones más extremas para dividir a sus adversarios políticos. En la medida en
que el resultado electoral no sea el único norte de su actuación, y no se
criminalice al ciudadano que para huir de la vacuidad circundante se echa en
brazos de los líderes mesiánicos, los abascales acabarán bajándose del caballo
y los iglesias saldrán de una vez de la barricada.
El año pasado se cumplieron ochenta años
de la publicación de “A sangre y fuego” en plena guerra civil, esa obra maestra
de Chaves Nogales en cuyo prólogo el periodista que afirmaba poseer méritos bastantes para haber sido
fusilado por ambos bandos, dejaba testimonio de la existencia de la tercera España,
la que renegaba de la estupidez y de la crueldad generalizada, la que se diluyó
entre la radicalización de los que un día se acostaron en su casa y al día
siguiente se despertaron en una trinchera. No es probable que mañana como
entonces, mi vecino me termine reprochando fusil en mano que nunca vio la
bandera colgada de mi balcón.