En estos tiempos de ruido y furia en los
que nadie está interesado en hallar luz en el conflicto de turno, el tema
preferido para la discusión grandilocuente y el griterío sin sentido suele ser
la tauromaquia, que exacerba las opiniones de los contendientes sin que exista
posibilidad alguna de entendimiento entre los bandos. En este mismo medio,
cualquier artículo o noticia que se refiera al espectáculo taurino provoca
comentarios enconados en los que se vierten acusaciones gravísimas contra los
que buscamos la belleza en la pelea entre el hombre y el toro. Y es que tratar
de convencer a un animalista sobre la excelsitud del placer que puede provocar
una media verónica en la sensibilidad del aficionado es un imposible metafísico
de igual magnitud que persuadir a un servidor sobre las bondades de los
tanatorios para mascotas. El amante de las corridas de toros asume el dolor del
animal porque lo considera una parte natural de la existencia como lo es la muerte,
armazón sobre el que se construye la representación taurómaca que puede ser cruel,
como la vida. Y no hay metáforas que puedan empatizar con el discurso animalista,
incapaz de soportar ese lenguaje entre el toro y el torero, el diálogo sobre el
que el taurófilo construye una historia de sacrificio y grandeza y en el que
algunos sólo ven barbarie.
El desencuentro entre ambos mundos y los
derroteros de una sociedad infantilizada y hedonista, cada vez más narcotizada
contra el dolor que hace crecer, nos conducen a un futuro en el que el
proselitismo taurino parece una quimera. Pero no lo es en Cuenca. A los que
constantemente me cruzo en el camino y me compadecen diciéndome que esto se
acaba les hablo de la Feria de San Julián, un acontecimiento que llega a reunir
a ocho mil almas en una plaza de toros y les reto a que me ilustren sobre algún
otro espectáculo de pago que congregue a lo largo del año a semejante gentío en
mi ciudad en una sola jornada. La feria taurina de Cuenca es un milagro que
financian nada menos que cinco mil abonados, el diez por ciento de la
población, el equivalente proporcional a que la Plaza de las Ventas tuviera más
de trescientos mil abonados o la Maestranza, setenta mil. Cinco mil aficionados
que se dejan seducir cada año por la promoción inteligente de un empresario
audaz que en la ciudad habitualmente ayuna de proyectos interesantes de negocio
genera un impacto económico calculado en torno a los dos millones de euros.
Los cinco mil ciudadanos que sustentan
esta fuente de riqueza para nuestra tierra siguen considerando a la lidia de
reses bravas un espejo ético en el que mirarse mientras los tildan de amantes
de la tortura. Son cinco mil ciudadanos que no están dispuestos a transigir con
la falacia del animalismo que pretendiendo aplicar categorías humanas a nuestra
convivencia con los animales, persigue hacer pasar por inmorales valores ejemplares
que a menudo inspiran los comportamientos que suceden en una plaza de toros, la
gallardía, el afán de superación, la solidaridad, el coraje, la natural
convivencia con el dolor y la muerte. Se suceden a nuestro alrededor
iniciativas espurias que aprovechando una coyuntura política puntual declaran
antitaurina a una ciudad en la que sin embargo se celebran con normalidad
corridas de toros para los que quieran disfrutar de la libertad que aún les
queda, asomándose a los tendidos de una plaza. En Cuenca, ciudad taurina, de
momento nadie se atreve a robarnos la ilusión que mueve nuestros pasos cuando
bajamos por la Avenida de los Reyes Católicos, y tras saludar al maestro
Chicuelo, nos citamos con la alegría en la andanada, donde más cerca estamos de
tocar el cielo si es que esa tarde no lo impide el agosteño chaparrón, el toro
comparece en el ruedo con pujanza y a Morante se le ocurre estirarse al natural
acordándose de su antiguo esplendor.
Un sabio francés, Jacques
Cousteau, símbolo del ecologismo de nuestra infancia, sentenció que “solamente
cuando el hombre haya vencido a la muerte y cuando lo imprevisible haya dejado
de existir, morirá la fiesta de los toros y con ella, el reinado de la utopía y
el dios mitológico encarnado en el toro de lidia derramará en vano su sangre en
la alcantarilla de un matadero lúgubre”. El ecologismo del momento nos llama
asesinos por proclamar a los cuatro vientos nuestra pasión, ignorando que el
verdadero maltrato consiste en tratar a un animal de manera distinta a la que
exige su naturaleza. Feliz Feria.
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