El gesto de Fandiño fue la gesta de la ilusión. La
ilusión de la esperanza puesta en una tarde de llenazo fuera de abono, algo que
no se veía en Las Ventas desde aquellas citas con la magia de Curro o con el vértigo del José
Tomás verdadero. La ilusión de veinticuatro mil almas llegadas desde los cuatro
puntos cardinales del mundo taurino al reclamo del toro de respeto del que
huyen habitualmente los que mandan en las cartelerías adocenadas del monopolio.
Pero también la ilusión que se da de bruces con la realidad que nos devuelve a
la evidencia de que no hay en este momento en el escalafón entero, torero
alguno que pueda acometer con solvencia empresa tan complicada como la que planteó
el de Orduña.
Pese a
todo, la corrida fue interesante, como siempre que en el ruedo aparece un
animal íntegro y de comportamiento impredecible y cambiante, nada que ver con
el espectáculo uniformemente anodino que se nos presenta la mayoría de las
tardes y en el que vale cualquier tipo de lidia e incluso la ausencia de ésta.
Y es que tanto el bellísimo pero flojo Pablo Romero, el encastado Adolfo que
hizo segundo, el decepcionante Cebada, el bravo Escolar, el vareado y difícil
sobrero de Adolfo que sustituyó al prometedor quinto de Victorino e incluso el
descomunal y rajado sexto de Palha, tenían su lidia, cada uno con sus matices
ante los que aplicar la variada gama de recursos técnicos con que cuenta la
inteligencia del hombre para imponerse a la embestida irracional de la bestia.
Pero no
pudo ser. Fandiño es un torero
honesto con un gran fondo de valor, con no pocos defectos y también numerosas
virtudes que no comparecieron cuando más las necesitaba en la apuesta más
fuerte de su carrera. Quizá fue la tensión del compromiso, la falta de rodaje o el cambio de hora, vaya usted a saber, pero Iván atravesó la tarde con el gris de su vestido nublándole la mente,
torpón con el capote excepto en un par de manojos de verónicas de recibo,
correcto en el tercio de varas en donde puso de largo a los toros que se lo
pedían, parco en quites, sólo unas aseadas navarras al primero y las inevitables pero emocionantes chicuelinas en una de las cuales
el de Escolar también le tropezó el percal; ofuscado con la muleta, sin allegar
a sus faenas el pulso necesario para templar las embestidas, para correr la
mano hasta el final en las boyantes y domeñar con firmeza las complicadas,
amontonado con las distancias que no supo encontrar en toda la tarde, terminó cada uno de los actos del desafío fallando con
la espada, sin corazón suficiente para volcarse de verdad en el morrillo de sus
oponentes, sin duda el desánimo que se apoderaba del diestro después de los
sucesivos trasteos hacía difícil olvidarse de tanta seriedad como lucían por
delante.
Si
intentamos deducir el planteamiento de la corrida por el orden de lidia de los
astados, vemos que Fandiño sitúa en estratégicos segundo y quinto lugar a los
toros en los que tal vez más confiaba, los lidia con su cuadrilla habitual e
intuyo que pensaba que ésos serían los puntos álgidos de la tarde. Ahí puede
tener una explicación el decepcionante final del festejo, con un torero
desnortado y desfondado, agotado sin explosión en triunfo el cartucho del
Adolfo titular, con el que no le funcionó la cabeza pues inexplicablemente le
ahogó la embestida tras un buen inicio en la distancia correcta, y malogrado
por lesión el bravo Victorino. Tampoco anduvo lúcido ante el gran toro de
Escolar, bien picado por Israel de Pedro e irreprochablemente lidiado por la
cuadrilla en la que destacó la forma de andar con el capote de Javier Ambel.
Sin embargo, la faena épica que exigía el toro no llegó y sí, en cambio, un mar
de dudas con la muleta, desarmes, trompicones y la sensación de un torero vencido.
Cuando Iván vio desfilar camino de chiqueros al quinto, no buscó más argumentos
para levantar la tarde, no halló por ningún lado la fuerza y el dominio que
exigía el sobrero de Adolfo, y se derrumbó definitivamente ante el postre
portugués.
Viéndole
cruzar la plaza entre la división de opiniones y los almohadillazos de los que
venían a ver un triunfo y no entendían quién se lo había hurtado, era sencillo imaginar la
sonrisa de complacencia que se estaría dibujando en los beneficiarios del actual
estado de cosas, en los taurinos que en ese momento acariciaban en sus
prósperas guaridas el gato de ese espectáculo falso que nos quieren seguir colando tarde tras tarde, hasta que a nadie le queden ganas de encerrarse de
nuevo con seis toros de los de verdad.
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