domingo, 2 de junio de 2019

SAN ISIDRO III: TRÍPTICO DE ALBASERRADA CON FERRERA AL FONDO

El futuro

La tercera semana de San Isidro comienza con resaca electoral. Los ecos de la pasada campaña resuenan aún en los oídos de la afición atribulada sobre el porvenir de los toros en la Comunidad de Madrid. Oye que si ganan éstos, los de la tauromaquia sin sangre, nos quedan cuatro días, no exageres, no van a ganar, ya pero si pactan con el que gane, el año que viene no hay feria, no ves que ha dicho el empresario que la plaza no cumple con la normativa de seguridad, ya tienen la excusa para cerrarla hasta que se terminen las obras, es decir, “sine die”, acuérdate de lo que te digo, la obra de El Escorial una broma al lado de ésta, y después la Comunidad se buscará cualquier pretexto animalista para no dar más toros en Madrid, claro que si ganan los otros seguirá habiendo festejos, pero harán las obras igualmente, modificarán el aforo, nos echarán del abono, reducirán el ruedo y pondrán la cubierta para ganar más dinero convirtiendo la plaza en un centro comercial, votes a quien votes, te dará por saco igual.

En estas disquisiciones se hallaba la afición conspicua, que diría Joaquín Vidal, cuando el poder de la casta se hizo presente en el ruedo de la mano de la ganadería de Don José Escolar y la añoranza del gran maestro de la crítica se hizo más intensa cuando tuvimos que leer en el principal portal taurino de internet que la corrida estaba baja de raza. Es lo que tiene preferir el toro de granja, el animal domesticado ya de salida, el que deja estar a gusto al torero y le permite disfrutar con la faena en serie que trae preparada de casa. Y es muy lógico que el hombre que está allí abajo no quiera pasar un mal trago y se apunte a las corridas que no molestan. Si al menos de vez en cuando, de esa imposible pelea con el toro dócil, brotara el toreo puro, eso que saldríamos ganando. A falta de esas alegrías, nosotros, los de la osamenta quebrantada en la piedra, los de las treinta y cuatro tardes seguidas esperando el advenimiento de ese maná, preferimos que el toro se haga presente en la plaza con pujanza, que remate en los tableros y se coma los capotes, que ponga en aprietos a los montados y persiga a los banderilleros, que venda cara su vida exigiendo a su oponente que lo domine en veinte pases y lo mate por derecho.

Toro de José Escolar

En esa línea del toro que nos gusta, el tríptico de homenaje al encaste Albaserrada ofrece sus colores más vívidos en la primera de las tardes, en la que todo lo que se hace a los toros de la corrida de José Escolar, tiene el mérito del reto de ponerse delante de un vendaval de fiereza en medio del vendaval de aire que recorre todos los rincones de la plaza. La mayoría de los toros se emplea en el caballo, y el nivel de los piqueros sorprende por su inusitada  corrección, destacando Luis Miguel Leiro, Juan Manuel Sangüesa y el Legionario. Mención especial merece la cuadrilla de Ángel Sánchez, que acredita a Iván García como el subalterno más completo del momento, por su eficacia en la brega y su brillantez con los palos, labor en la que Fernando Sánchez vuelve por sus fueros de majeza y exposición y Raúl Ruiz se asoma con verdad al balcón del tercero, dejando hasta el día de hoy, el par de la feria. La tarde transcurre con todos los intervinientes en estado de máxima concentración, sabedores de que los errores de otras corridas no van a ser perdonados en ésta.

Los toreros acartelados para despachar tantas dificultades salvan con nota el desafío. Fernando Robleño recibe al cuarto con un manojo de verónicas de sabor añejo al abrigo del seis. Pocapena es un tacazo de toro que a pesar de los augurios fúnebres de su nombre, es el que más se deja y admite una faena aseada de mejor compostura que colocación, en la que el torero se relaja por momentos si es que esa confianza es posible en un encaste que no admite más de dos muletazos seguidos porque al tercero ya se ha dado cuenta del engaño y busca al hombre si éste no allega la técnica necesaria para que la tela domine sobre el instinto del animal.

Gómez del Pilar ofrece la mejor versión de su tauromaquia en ambos toros a los que recibe de rodillas en toriles, bregando a continuación con eficacia para conducir el toro a los medios. Ejecuta una faena muy animosa al segundo, al que saca partido por el método de la ligazón basada en la rectificación mínima del terreno para ganarle la acción al toro y plantearle inmediatamente un nuevo envite sin que le dé tiempo a desarrollar sentido. Bastante tuvo con estar enfrente del quinto, Sevillano, un cinqueño muy serio por delante, con el que derrochó disposición y valor sin cuento.

Ángel Sánchez demuestra su clase con el tercero, un gran toro que le desborda totalmente de salida hasta que Iván García se hace con los mandos y va haciendo al toro. Le pega muy duro Leiro en el caballo y aún así llega con mucho motor a la muleta, donde Sánchez no vuelve la cara. El toro es de los que aprenden pase a pase, se traga los dos primeros muletazos y se cuela en el tercero, y aún así el chaval, cuatro festejos el año pasado, se planta con la mano izquierda en los medios y le saca naturales de mucho mérito y exposición, intentando dominar a un tiempo la embestida y la ventolera.

Emilio de Justo al natural

La tabla central del tríptico estaba reservada para los Victorinos, en honor a la historia del hierro de la A coronada marcada en esta plaza con honores de leyenda y con cal en el centro del platillo, para quien tuviera los redaños de pisar esos terrenos con un toro de Don Victorino Martín. Cuando salta al ruedo el primero es como si la corrida del día anterior aún no hubiera terminado, tal es el peligro que trasciende en cada lance interpretado por Octavio Chacón con gran dignidad, a pesar de que el animal simplemente pedía toreo a la antigua sobre las piernas. Naufraga sin embargo con el cuarto al que aplica un toreo vulgar, sin mando alguno, a merced de la evolución natural de su embestida, sin poder con ella cuando el toro hace hilo tras el remate del pase y centrándose algo más en una serie postrera de naturales con el toro más parado. Una nueva oportunidad perdida de mejorar su estatus en el escalafón.

Daniel Luque sortea el lote más manejable, y ofrece una imagen mejorada de sí mismo en el segundo, toreando con más verdad de la acostumbrada, con empaque y en el sitio. Por lo visto se trataba de un espejismo porque en el quinto vuelve a las andadas del toreo moderno echándose afuera el toro en cada pase y encarándose con el público cuando se lo censura. Sus toros pertenecen a esa otra versión de victorinos de serie B, a un paso de caer por el precipicio del descastamiento, en el que desde luego ya se halla el tercero de la tarde, cuya justísima presentación convierte la de la corrida en una escalera sin sentido.

El sexto, Director, número 66, cárdeno bragao meano, redime con su clase y bravura, la mediocridad del resto de sus hermanos. Emilio de Justo se da cuenta de su suerte desde las muy mecidas verónicas de recibo, rematadas con tres medias de cartel, en las que el toro canta sus virtudes siguiendo los vuelos del capote con un son especial. Como lleva haciendo toda la feria, Morenito de Arlés demuestra su poderío con los palos y Ángel Gómez lo lidia a la perfección excepto cuando va a cerrar al toro en el burladero de la segunda suerte y tropieza en la cara del animal que hace por él librándose milagrosamente de la cornada. Torerísima su forma de encorajinarse y coger de nuevo el capote para completar su labor. Emilio de Justo lo ve muy claro desde el principio y sin probaturas lo pasa en el tercio por el pitón izquierdo  en dos series de naturales muy templados y aguantando los parones del toro, con el remate del pase de pecho monumental marcado al hombro contrario. La faena se hace grande por el pitón derecho, en donde la verticalidad se acompasa con una muleta templadísima en la que se duerme la humillada embestida del buen Victorino. A la hora de matar, estocada muy bien ejecutada marca de la casa, cuya colocación deja el premio en una oreja.

Román

La corrida de Adolfo Martín remata el tríptico en tono más desvaído, en cada tabla se ha ido bajando un peldaño en la fiereza para subirlo en la toreabilidad. El lote de Manuel Escribano ha sido bonancible, pero el sevillano sólo se confía con el cuarto, Español, veleto hasta decir basta, cuya distancia descubre en banderillas y así lo entiende en una faena vistosa por el cite largo pero demasiado vulgar en su desarrollo. Su tendencia al encimismo le hace amontonarse con el toro, parte de la afición se lo hace notar con acritud y en medio de esa discrepancia cobra una cornada fuerte de la que sólo tiene la culpa el que está en la arena jugándose las femorales a cambio de la gloria del triunfo, nunca el público que tiene derecho a expresarse en el marco de una fiesta viva. Lo de las protestas al final, para el teatro.

Román no es un estilista pero pone verdad en todo lo que hace. Entra a quites y es todo voluntad con el complicado segundo y se destapa con el quinto, al que somete en muletazos poderosos por ambas manos, cargando la suerte y descarrilando al toro, aguantando parones con valor y una sonrisa en los labios. Se entrega tanto en la estocada que cae contraria. Merecidísima oreja. Como ésta no es una corrida de tantas y aunque los de Adolfo no se comen a nadie, siempre está presente la imprevisibilidad de su embestida, Roca Rey no ensaya el toreo “back” en toda la tarde. Muy técnico con el capote, se lo saca con limpieza a los medios sin entrar a quites. Precavido con el tercero que no es el toro obediente al que está acostumbrado. El sexto se deja más y admite el toreo moderno con el que Roca da una lección consumada, toreando al hilo, despidiendo al toro hacia Manuel Becerra, perdiendo pasos para ligar sin exponer. El temple es innegable y por momentos torea con despaciosidad, pero no pisa el sitio que pisó Román ni una sola vez, marcándose así la diferencia entre dominar a un toro o simplemente acompañar su embestida. La gente había venido a sacarlo a hombros y se va desencantada tras el pinchazo y la estocada caída que Gonzalo de Villa, acaso intimidado por las pancartas que le recuerdan al principio de cada tarde la necesidad de su dimisión, está correcto al no atender una petición de oreja que no es mayoritaria.


La trincherilla de Ureña
Cerrado el tríptico, la corrida de Alcurrucén nos devuelve a la cruda realidad del toro convencional por la parte de Núñez y su condición mansurrona deja estar a los toreros que sin embargo miran ir y venir las manejables embestidas dando un concierto de pegapasismo que deja tundido al toro y de paso, al aficionado. Vistas las facilidades, los tres toreros ensayan su versión de la gaonera, quite de moda que mire usted por donde no se le ocurrió instrumentar a ninguno de los actuantes de las corridas previas. David Mora sólo se acuerda de su clase de antaño en el inicio de su faena al primer toro, pleno de gusto y hondura, que ya no repite nunca más en el transcurso de la tarde. Álvaro Lorenzo, ni eso, empeñado en practicar los postulados de la escuela juliana a pies juntillas, diseña sus faenas con compás, no el que surge del ritmo y la hondura, sino el que se basa en procurar que la línea del viaje del toro describa un círculo lo más alejado posible de su anatomía. Paco Ureña parece contagiado del espíritu de la tarde y ensaya en el segundo una faena pareja a la de sus compañeros de cartel que no cala en los tendidos. Quizá pese en su ánimo que la última vez que mató un toro de la casa Lozano, perdió la visión del ojo en Albacete. En cambio, al quinto, un toro que en los primeros tercios sale desentendido de su cita con los engaños, consigue fijarlo en unos estatuarios iniciales muy ceñidos que remata por bajo con una trincherilla muy profunda que capta el favor del público para el resto de la faena. La labor sigue por el toreo fundamental con demasiados altibajos, sin orden ni concierto, sin unidad de proyecto, tan pronto da un buen muletazo aquí, como uno vulgar allá, ahora se despatarra y luego continúa erguido, pero remata las series con adornos muy caros que mantienen el interés del trasteo. Deja un pinchazo recibiendo y una estocada baja que no impiden que el público pida y el presidente conceda una oreja generosa.

Y finalmente, lo de Ferrera. Un servidor juró que no volvería a una corrida de Zalduendo desde que asistió en San Sebastián hace dos años a un espectáculo impresentable después del cual Morante anunció su retirada. Error. La imprevisibilidad de esta fiesta es una de las bases de su grandeza y siempre que uno hace otros planes para descansar de las pasiones de la plaza, anda todo el tiempo desnortado, con la mosca detrás de la oreja, consultando las redes cada veinte minutos, deseando que la tarde haya discurrido plúmbea y sin sobresaltos, comprobando después en el vídeo la torpeza de su decisión. Afortunadamente a la mañana siguiente, la crónica de José Ramón Márquez te cuenta la corrida como si hubieras permanecido en la piedra, deslinda el grano de la paja para que uno pueda acercarse a detectar en las imágenes, retazos mínimos de la conmoción que hubiera sentido de haberse acercado a la andanada en lugar de perderse el acontecimiento, el estado de gracia de Antonio Ferrera, la inspiración que por fin convirtió la afectación en naturalidad, tan lejos de esa faceta estrafalaria de su toreo que no permitía a lo cursi traspasar la delgada línea que lo separaba de lo sublime, la impostura por fin relegada en favor de la verdad. 

Antonio Ferrera

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