sábado, 3 de abril de 2021

SU LUZ ILUMINA ESTOS TIEMPOS OSCUROS


Tres años sin poder seguirlo en su camino. La lluvia, la enfermedad y la imprudencia nos han hurtado la centenaria maravilla, la dicha incomparable de convertirse cada año en uno de los que lo escoltan en la calle, el privilegio de contemplar desde la penumbra del capuz cómo en la tarde quieta se mece el ala leve de su clámide.

Sólo la herida de la guerra entre hermanos había provocado en el pasado una ausencia semejante. Ni siquiera la mal llamada gripe española, aquella otra epidemia cuya tercera oleada se extendió con virulencia por Cuenca durante la primera mitad de 1919, impidió que se desarrollaran con normalidad las procesiones de Semana Santa en el mes de abril. Cien años después, el triduo es íntimo, el fervor, callado. En los peores momentos de encierro no tuvimos el consuelo de visitar su capilla para sentir el amparo de la imagen amada, apenas unos minutos junto a su altar hubieran bastado para mitigar la incertidumbre.


Para el exiliado extramuros de la ciudad de los días azules, no portar su caña el Jueves Santo fue la más lacerante de las renuncias que nos impuso el virus en esta época de ansiedad y lejanías, de luto y soledades. La morada que construimos en otro lugar, quedó convertida en refugio inhóspito cuando llegaron las fechas en las que el alma pedía partir al encuentro de la infancia, en persecución de ese ambiente único que viste de alegría las calles de Cuenca abrigando el regreso del desterrado. Por las plazas empedradas de nostalgia, transcurría entonces la memoria del confinado, repasando cada recodo del recorrido mágico que aún debe conservar nuestra huella en sus entrañas, rememorando la emoción de la impaciencia por divisar la añorada silueta del Padre enmarcada en la puerta del templo, añorando la maravilla del sol filtrándose por las enredaderas de Alfonso VIII cuando el quejido del miserere sobrecogía la tarde. Mientras contemplábamos marcharse el día más querido por un horizonte vacío, un estruendo de horquillas como lanzas latía en los oídos del expatriado y con la oscuridad llegó el recuerdo de las lágrimas que surgen cuando se asiste a la despedida de Jesús, el de la Caña, atravesando la noche sobre el reflejo púrpura del Júcar, acompañado sólo por los más leales, apenas cobijado por la hoz.



Tras aquel silencio, el fin paulatino de las restricciones fue permitiendo trasladar las oraciones desde la casa al templo, la voz interior se hizo plegaria y al corazón nazareno se le permitió mostrarse en la intimidad de su cercanía y encontrar en su mirada, bálsamo para el sufrimiento, fuerzas para seguir aguantando. La Hermandad pudo por fin honrar en su despedida a los hermanos fallecidos y retomar las actividades que le dan sentido más allá del desfile procesional, el rezo de las cinco llagas como símbolo que nos conecta con nuestros orígenes en el Cabildo de la Sangre de Cristo y mensualmente nos ayuda a superar el dolor en comunidad. Porque hermandad es mucho más que cofradía y su calor debe arroparnos todo el año, en este tiempo de distancia y desaliento en el que no está permitido el fuego salvador de los abrazos.  

Una historia de cinco siglos tras su cetro nos marca la senda por la que discurrieron las generaciones que nunca dejaron de venerar su gloria, a despecho de la agresión de la guerra, de las pestes y revoluciones, sin desfallecer en el servicio de aquellos cometidos que nadie realizaba, la asistencia al desvalido en el momento de su muerte, el acompañamiento del reo abandonado por todos. Con el viento a favor de la bonanza o frente a la dificultad de la escasez, la tradición nos manda continuar representando su mensaje de caridad y redención, en una misión que debe ir más allá de la exposición pública de nuestras mejores galas cuando llega la Pascua. La costumbre de hermanarse sobrevivirá a esta nueva posposición de nuestro anhelo natural de compartir su majestad sobre las andas, de sentirlo más cerca que nunca cuando desciende a nuestra altura en la calle del Peso, de pregonar su belleza cuando descansa ante la Catedral. Volveremos a atesorar la fortuna de renovar el esplendor de su presencia en la calle y en la plaza. Hasta entonces, el Señor espera en el recogimiento y la compañía de los que a diario acuden a cobijarse en el fulgor de su llamada. 

Su luz ilumina estos tiempos oscuros.



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