También esa costumbre ha sido aniquilada
por un virus que nadie vio venir, no era más que una gripe un poco más
contagiosa, un cuento chino traducido al italiano allá por el mes de febrero de
este año bisiesto, aciago y funesto, un contratiempo para las ambiciones
políticas siempre necesitadas de portavoces que salgan a la palestra a decir
que en España no habría más allá de uno o dos casos diagnosticados, con el fin
de que la maquinaria de intereses siguiera funcionando. Y entonces llegó el colapso,
la gestión errática del desconcierto y la incuria, el desastre económico más
profundo de occidente y el confinamiento más extremo para rebajar la
acostumbrada prepotencia del hombre que se olvidó de la muerte porque no entraba
en sus planes aplazar las citas que la vida nos ofrece.
No se podía saber pero ha sucedido dos
veces. Salimos más fuertes pero de nuevo somos líderes mundiales en contagios,
la ineptitud de un estado inoperante multiplicada por diecisiete maneras
distintas de llegar al estado de alarma. Las apelaciones a la responsabilidad personal
apenas son el único recurso al que acogerse cuando todas las administraciones de
este atribulado reino se muestran incapaces de configurar un sistema eficaz de
diagnóstico, rastreo y confinamiento individual que en otros países permite
negociar las curvas del camino reduciendo la velocidad de tránsito pero sin
mandar el vehículo al garaje, como paso previo al previsible desguace.
Habíamos vencido al virus pero nos fuimos
de vacaciones sin preparar la nueva batalla, es lo que tiene construir la
propaganda a base de metáforas bélicas que bajo su música engañosa, esconden la
más dañina incompetencia, sobre la inepcia, la desidia de no legislar, como se
había prometido, un aparato normativo para dotar de seguridad jurídica a la
limitación de nuestros derechos. Siempre es más descansado adoptar por decreto
medidas de excepción que prolongadas sin control parlamentario fuerzan
gravemente las costuras constitucionales. Cuarenta años de democracia no han
conseguido erradicar el franquismo sociológico que habita en las iniciativas
del poder y subsiste en la reacción del súbdito, más preocupado por señalar las
transgresiones del vecino que por exigir responsabilidad a sus gestores.
Como en todas las situaciones de la vida, el españolito se posiciona ante los acontecimientos según le va en la feria del modelo productivo. El que depende del presupuesto desearía el cierre de todas las persianas hasta que la vacuna nos inmunice para siempre, el que malvive de un jornal privado contempla el panorama agarrado a la quimera de no ingresar en el paro definitivamente y debido al abandono que les procura la administración, los autónomos se ven abocados a tener que olvidarse de la salud para sobrevivir al invierno, en el que un nuevo confinamiento debería incluir como excusa para salir a tomar el aire, la de poder acudir a las colas del banco de alimentos más cercano, de diez a doce y de seis en seis.
Ante la segunda ola que nos anega, el gobierno de los palos de ciego ya tiene su estado de alarma prorrogado por seis meses para seguir poniéndole puertas al campo mediante ese nuevo hallazgo terminológico que los expertos del eufemismo han dado en llamar confinamiento perimetral. Es la segunda medida de calado tras convertirnos a todos en sombras cenicientas apretando el paso por las calles vacías para llegar a casa antes de las doce. En este día de difuntos templado y triste, noviembre se viste de abril para que presintamos la vuelta al desasosiego de la pasada primavera, la época en que aún creíamos que todo el sufrimiento que entonces atravesamos nos serviría de aprendizaje para no reincidir.
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