Sábado, quince de agosto de dos mil veinte, Las Majadas, Cuenca. El primer festejo de mi temporada es una becerrada con erales de Carlos Núñez y Pedro Miota para Mario Arruza y Alejandro Peñaranda, jóvenes promesas de la novillería conquense. La ansiedad de piedra y arena pesa en el ánimo ayuno de la emoción única que ofreció siempre la vieja liturgia de correr toros en territorio acotado para la belleza. Negociando las primeras curvas de la serranía, la mente se escapa al ambiente de este día en tiempos que creíamos eternos, cuando a pesar de la decadencia inexorable, España entera hervía en docenas de acontecimientos taurinos que llenaban de contenido la fiesta mayor de cada lugar, convirtiendo esta jornada en el día más taurino del año, la corrida de la Virgen de la Paloma en Las Ventas y la de la Virgen de los Reyes en la Maestranza, la Malagueta, Illumbe y el Bibio en plena actividad, “quien no se viste de luces el quince de agosto, ni es torero ni es ná”.
Hoy todos esos lugares míticos están cerrados a cal y canto esperando el golpe final que los derribe entre la desidia del taurinismo, la pasividad de las autoridades y la hostilidad del enemigo. Los devotos de la tauromaquia no tenemos más remedio que desafiar al miedo en una tarde apacible de verano para volver a los orígenes y honrar el rito atávico en una plaza de pueblo. Los culpables del milagro han recomendado acudir al coso con tiempo suficiente para que las medidas de seguridad puedan cumplirse y el público obedece, la alegría embozada tras la mascarilla y el espíritu festivo en recesión tras la toma de temperatura y el enjuague de manos con el líquido viscoso de la prudencia. El aforo del coso serrano ha sido reducido al medio centenar de espectadores a través de un sistema de puntos diseminados por los tendidos marcando la distancia social aconsejable y el alcalde en persona recorre la grada exigiendo mayor separación a los distraídos para evitar que la criminalización de la fiesta se agudice aún más. El evento cuenta con un maestro de ceremonias que actualiza las recomendaciones sanitarias a los que van llegando y con una charanga de Navalcarnero que exorciza la madrileñofobia, amenizando con su entrañable petardeo los ánimos expectantes del personal, que todavía parece no creerse estar dentro de un acontecimiento taurino. Tras el paseíllo, el silencio del homenaje a las víctimas de la pandemia es tan escrupuloso que parecen oírse a lo lejos los ecos de la fauna encerrada en el Hosquillo. El himno nacional mantiene la dignidad a pesar de la tosquedad en su interpretación, la Guardia Civil se cuadra como si estuviera sonando una orquesta sinfónica y el pueblo vitorea con fervor el viva a España que culmina la ceremonia. Suena a destiempo un viva el Rey respondido por menos de la mitad de los asistentes, aunque la encuesta no es científica.
Mario Arruza, de Mota del Cuervo, recibe a su primero de rodillas y en la larga cambiada se adivina toda la frustración que para la progresión de un torero en ciernes debe haber supuesto el parón obligado por el virus. Su bisoñez técnica frente al peor lote la suple con actitud de novillero antiguo que responde a los revolcones volviendo a la cara del toro sin mirarse. Alejandro Peñaranda, de Iniesta, guarda el secreto del temple en sus muñecas y compone la figura con la estética del toreo caro. Atento a la lidia toda la tarde, se acopla con facilidad a las embestidas de sus oponentes y encuentra toro en todos los terrenos, los conocedores dicen que va para figura quizá porque ya se empiezan a atisbar en sus maneras alguno de los vicios que prodigan los instalados en este oficio.
El festejo transcurre sin estridencias, el público pide las orejas con amabilidad y sin entusiasmo, el presidente concede por su cuenta el honor de la vuelta al ruedo a un castañito de nota de la vacada del organizador, la única controversia surge cuando un espectador enciende un pitillo y su conducta es afeada por una señora a cinco metros. La nueva legalidad se impone antes de entrar en vigor, con el aval silencioso de un agente de la guardia civil que alertado por el alboroto asoma su figura por la tronera del vomitorio.
La muerte sigue latiendo sobre el futuro de nuestra piel de toro mientras en un pueblo de la serranía de Cuenca, un manojo de aficionados acudimos al reclamo de la ceremonia que nació precisamente para conjurar a la parca, y quién sabe por cuanto tiempo, hoy se ha convertido en la medida exacta de nuestra libertad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario