¡Madrid, Madrid; qué bien tu nombre suena,
rompeolas de todas las Españas!
La tierra se desgarra, el cielo truena,
tú sonríes con plomo en las entrañas.
A este Madrid machadiano desgarrado por un
virus, con el plomo del enfrentamiento en su entraña atribulada, ha llegado el
San Isidro de la fase cero, sin toros en las Ventas ni bullicio en las
Vistillas, desierta la pradera y sin sol para alumbrar este periodo de
oscuridad en el que el panorama político presenta tintes de opereta. “Hoy las
ciencias adelantan que es una barbaridad”, le decía Don Sebastián al boticario
Don Hilarión en La verbena de la Paloma, la célebre zarzuela de Bretón,
estrenada en 1894. En el ambiente madrileño finisecular, el diálogo castizo
entre los amigos discurre sobre la confrontación entre las medicinas oficiales
y los remedios caseros y concluye a propósito del calor que asfixia a la ciudad
metida en la canícula de la época: “el que suda con frecuencia vence toda
enfermedad”.
Abocados a la llegada definitiva del
calorcito benefactor que aplazará nuestros males hasta el próximo invierno, la
crisis del coronavirus ha proporcionado una formidable cura de humildad a los
que auguraban la eclosión definitiva del progreso científico que nos iba a llevar
poco menos que a la inmortalidad en un horizonte de veinticinco años. El amparo
de la ciencia es tan exiguo que se está demostrando incapaz de ofrecer certezas
sobre el periodo de incubación del virus, sobre su origen, sobre los
tratamientos más efectivos, sobre el plazo para conseguir una vacuna, sobre si
la curación produce inmunidad. En triste paralelismo sobre el abandono a
nuestra suerte que el Estado nos procura, el tratamiento médico disponible se
basa en mantener vivo el organismo mientras el sistema inmunitario vulnerado
inicialmente se recupera por sí mismo.
El anacronismo es lamentable pero la
recomendación de las autoridades sanitarias actuales no difiere demasiado de la
que se estableció para la gripe de 1918. Cien años de progreso científico y el
antídoto sigue siendo lavarse las manos y quedarse en casa. Y eso venimos
haciendo, sobreviviendo a lomos de la decreciente moral del ciudadano atónito
que tiene que soportar a una administración errática al frente de un estado de
servicios que ha estado cuarenta años discutiendo sobre su identidad, mientras
desmantelaba su industria y se encadenaba al turismo como principal fuente de
ingresos. Recién cumplidos los dos meses de confinamiento, convivimos con la
imprudencia de unos gobernantes que actúan con la técnica del globo sonda en
cada declaración, los sucesivos portavoces de la ignorancia perdidos en la
improvisación constante de medidas destinadas a engolosinar al respetable,
defraudar a los sectores afectados y enfrentar el despropósito con la
rectificación parcial del engendro a escasas horas de su entrada en vigor.
Sin vacuna que nos inmunice contra la
hipocresía, la maquinaria mediática del poder agita las redes sociales magnificando
las transgresiones anecdóticas del camino pautado hacia la normalidad, con el
fin de criminalizar al pueblo y justificar las sucesivas prórrogas del estado
de alarma. Después de autorizar la salida de los niños un soleado domingo de
primavera, tal vez se pretendía que se les paseara con correa para evitar la
estampida y los deportistas que llevaban mes y medio quemando bicicleta
estática en sus casas, debían haber esperado en la rampa su turno de
esparcimiento como en una ordenada contrarreloj. El objetivo es vender la
imagen de cuatro terrazas atestadas como si el común de la gente anduviera de
botellón, y si además se trata del barrio de Salamanca, el espectáculo de
doscientos cafres voceando delante de un escaparate de lujo, sirve en demagógica
bandeja la excusa perfecta para obviar el comportamiento ejemplar del resto de sus
ciento cincuenta mil vecinos que permanecen obedientes esperando la llegada de
la libertad.
Sin distinción de credos políticos o
niveles administrativos, nuestros mandatarios parecen menos preocupados en
tomar las decisiones adecuadas que en manipular a la opinión pública. De la
mano del belicismo con el que arropan sus discursos, la propaganda es el arma
más eficaz para encubrir su incompetencia. Tras demonizar la crítica y anular
la transparencia, presumen de datos ficticios y gestión eficaz, mientras se
lanzan a la cara los muertos de las residencias. Como cantara Miguel Hernández,
Madrid duerme al borde del hoyo y la espada, sus moradores portarán mucho tiempo
el estigma del apestado sobre la santa paciencia de aguantar que la alternativa
al futuro sin horizontes planeado por el gobierno, sea la imagen de una
presidenta de tebeo posando para la televisión.
Ya hay un español que quiere
vivir y a vivir empieza,
entre una España que muere
y otra España que bosteza.
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