En Cuenca, su pueblo y el mío, se me ha
muerto como del rayo, Teodomiro Huerta, con quien tanto quería. La elegía que
tantas veces entonamos juntos en la música de Serrat es hoy un lamento
solitario y el rayo que te ha llevado no cesa de herirnos desde que tus amigos
hemos despertado a la evidencia de que nunca más estarás ahí para recordarnos con
tu ironía habitual, que la vida será a partir de ahora un eterno lunes difícil
de encarar porque ya seremos uno menos para siempre.
Todo esto pasará, decíamos a coro para eludir
la tristeza de no poder compartir las cervezas de costumbre, haremos la gran
fiesta, celebraremos la fortuna de encontrarnos, pagaremos la deuda de los
abrazos pendientes y nadie tendrá excusa para no acudir. Y entonces nos llegó al
teléfono tu imagen tras la máscara, el ingreso inesperado en el lugar en el que
hace años ganaste una batalla parecida, las primeras bromas sobre la
amenaza del maldito bicho y el temor por el acecho del dolor. Aislados del compás
de tu latido, cada mañana nos dabas noticia de tu aliento y ese primer mensaje
que en los tiempos de libertad inauguraba el chat de cada día, también llegaba
en estos momentos de desasosiego en los que tratabas de driblar a la fiebre
acosadora como si fueras tu admirado Juanito en Chamartín. Por nuestra parte,
vigilábamos el móvil cada hora, te enviábamos las canciones de la banda sonora
de nuestra historia común y los mensajes varados sin respuesta anunciaban la
venidera soledad. Confiábamos en que el gran Uderzo escribiera un guión
distinto desde el más allá que postergara tu partida hacia otros mundos, y te
hiciera protagonista de una nueva victoria como el irreductible galo que eras.
La muerte lo concreta todo. Es la certeza
absoluta que acaba definitivamente con todas las inseguridades, con la duda permanente,
con el desamparo de los solitarios, aquéllos que como tú y el Pío Coronado
galdosiano de tu película favorita, tenían ya varios perros enterrados. Bien lo
sabías cuando tu coraje nos envió tu despedida anunciando que esta vez no
habría gol en el minuto noventa y tres que prorrogara el partido, que para nuestro mal vendría a
llevarte la parca, sin dejarnos siquiera el consuelo de empujar al mar tu barca
con un levante otoñal. Nos cuentan que te fuiste mecido por la última nevada
que sepultaba bajo su manto de madrugada las esperanzas de ese día aciago, penúltimo
viernes de cuaresma, preludio del advenimiento del Jefe, como tú llamabas a
Jesús de Medinaceli, que este año tampoco estará en las calles por acompañar
mejor tu llegada a la otra vida.
Los muertos sin nombre de esta fatal
epidemia se han encarnado todos en ti, compañero del alma, tan temprano, en
este marzo triste de luto presentido, de duelos y distancias, de pronto abatimiento que acaso podamos derrotar leyendo a Séneca y su enseñanza sobre la
necesidad de cultivar a los amigos como si los fuéramos a perder, y al
perderlos, evocar su recuerdo como si los siguiéramos teniendo, como ese vino
amargo difícil de trasegar por cuya aspereza se puede llegar también a una
embriaguez placentera. En tu memoria, Teo, amigo, nos hemos reunido desde nuestras casas y hemos chocado esa cerveza que teníamos pendiente contra la pantalla del
ordenador. Que la tierra te sea leve.
Que artículo tan bonito!! Me ha emocionado
ResponderEliminarQue emotivo, seguro que él desde donde esté cuando lo lea se va a emocionar tanto como yo.
ResponderEliminarPrecioso homenaje! Un abrazo a todos vosotros, que habéis perdido un gran amigo! Un adiós a aquel amigo de mis hermanos al que tanto le gustaba fastidiarme, pero luego era el primero en verme por la calle y abrazarme como a una hermana
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