Todas las desgracias del hombre proceden
del hecho de no ser capaz de estar tranquilamente sentado y solo en su
habitación. El célebre aserto de Pascal define a la perfección el alma
española, que para sobrevivir necesita una morada con balcones a la alegría, consumir
su ración diaria de sol por las aceras, sacar la silla a la puerta para vigilar
el panorama y de paso, respirar. Acondicionamos nuestras viviendas con todas
las comodidades que la sociedad de consumo pone a nuestra disposición y cuando
no llevamos ni media hora sentados en el sillón que tonifica nuestros músculos
delante del pantallón que compramos para convertir el salón en un parque de
atracciones, nos echamos a la calle porque no somos nadie si no tomamos una
cervecita charlando con los amigos en la terracita del bar.
Con lo bien que se está en casa retomando
las lecturas atrasadas o escuchando música casi con tanta calidad como si hubiera
una orquesta sinfónica agazapada en el aparador, encontramos más placer en dar
una vuelta por los alrededores del tedio, saludando a las caras conocidas con
las que nos cruzamos en nuestro entorno, practicando el par de besos o el
abrazo con masaje de paletilla, exhibiendo el material por la calle mayor. Quedarse
en casa es algo que no contemplamos hasta que vemos al presidente Sánchez
balbucear el pánico que se esconde detrás de su máscara de aparente tranquilidad.
En el epicentro de la epidemia de
coronavirus, el tráfico ha desertado de las avenidas y se ha establecido en los
pasillos de los supermercados, de cuyos anaqueles han desaparecido la lejía y las
latas de atún. Las cajeras evitan el contacto con los productos calzándose los
guantes de coger la fruta y las ancianas continúan practicando el rito de hacer
la compra, una mano señalando las magdalenas que debe alcanzar su cuidadora, la
otra en el andador. En la era del 5G y el teletrabajo, la enseñanza on-line es
una entelequia y los universitarios lo celebran apurando las últimas horas de
apertura de los bares, no siendo descartable que en el fin de semana consuman
las horas muertas visitando al abuelo. Madrid no es todavía la ciudad de más de
un millón de cadáveres del poema de Dámaso Alonso porque aquí no había puente
para el día del padre y los más irresponsables han decidido aprovechar el buen
tiempo por adelantado, poniendo a salvo sus esputos a la orilla del mar. El
alcalde ha dejado de ser carnaza para los chistes y se viste de estadista anticipando
las medidas que retrasa el gobierno central. La gente retoza en las terrazas y
el alcalde cierra las terrazas. La gente inunda los parques y el alcalde cierra
los parques. Ante la imposibilidad de ponerle puertas al campo, la sierra de
Madrid presenta el aspecto de la Gran Vía en hora punta.
El gobierno que nos desgobierna ha pasado
en cinco días de recomendar la asistencia a concentraciones masivas a decretar
el estado de alarma, pero no explicita las medidas concretas hasta la víspera
de los idus de marzo. El vicepresidente Iglesias se salta el aislamiento para
librar la batalla por el poder que termina con su exclusión del núcleo duro de
las decisiones. Un nuevo cesarismo se impone por encima de las baronías
autonómicas, alguna de las cuales, ante la parálisis gubernamental, se habían
permitido cercenar la libertad deambulatoria del ciudadano, conculcando la
Constitución en sus territorios. La conversación por videoconferencia entre
Sánchez y Torra ha debido de ser como para conservarla en mármol. Creíamos que
la única ventaja del virus era librarnos temporalmente de la matraca
independentista pero el testaferro de la sedición anuncia nuevas tardes de desacato
en medio del desconcierto. El infectado Abascal clama desde su garita cual adolescente
airado tras una noche de juerga que reprocha a sus mayores haberle dejado salir.
Mientras tanto, nadie dice nada sobre cómo
van a sobrevivir a la cuarentena los que no dependen del presupuesto. También
se desconoce si soportarán la primavera los enamorados recientes que cumplan a
rajatabla el confinamiento. El españolito, capaz de lo mejor y de lo peor, se
organiza para el letargo y despliega su ingenio en las redes, debelando los
bulos y eludiendo la angustia con humor. La neurosis del encierro se cura
programando un itinerario de excursiones permitidas cuando las paredes nos
agredan y no aguantemos más, a las nueve, el pan, a las doce, a la iglesia, a
las cinco, el tinte, a las ocho, el paseo a la mascota aunque se trate de un hurón.
A las diez de la noche, las ventanas se pueblan de aplausos que vitorean el
cumplimiento del deber. La manifestación es un ejercicio de expiación colectiva
en estos tiempos en el que la responsabilidad social precisa de decretos para convertirse
en obligación moral. León Tolstoi, que murió de neumonía hace ciento diez años,
ya nos anunció que todos pretenden cambiar el mundo, pero nadie piensa en
cambiarse a sí mismo. Seguiremos informando.
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