La septuagésima edición de la feria de San Isidro
comenzó sin estridencias, casi de incógnito, con la sordina forzada a la que se
somete el extraño que no quiere molestar demasiado por si le echan a patadas de
la fiesta. El ninguneo de la tauromaquia en los medios de comunicación masivos
va haciendo su efecto y la propaganda animalista se va asentando en la mente
del españolito medio que contempla al aficionado a los toros como si fuera un
chalado venido de otra época. Dejamos atrás un invierno duro, fecundo en
afrentas contra el rito milenario que en estos tiempos estúpidos tiene que
soportar cómo en un programa televisivo se tacha de asesinos en serie a sus
oficiantes más mediáticos sin que a éstos se les mueva un músculo de la cara.
En este momento crucial en el que los cánticos electorales anuncian escenarios
de prohibición, es preciso fortalecer la fiesta, afianzar el rito, apostar por
el toro íntegro y encastado, hacer del toreo fundamental practicado según los
cánones clásicos, un imperativo moral. Todo lo contrario es lo que ha sucedido
en la primera mitad de esta feria que la empresa anunció como la más importante
de los últimos años y que, sin embargo, ha construido con la endeblez ya
conocida del toro bobo y sin pujanza y de la figura acomodada, ayuna de
ambición.
Soplan vientos
hostiles contra esta pasión que nos convoca a la plaza cada tarde y lo han
hecho también en sentido literal en este año 16 en el que a mayo le ha dado por
marcear a base de bien, circunstancia que han vuelto a aprovechar los
mercaderes de guardia para seguir reclamando la cubrición del templo con el fin
de seguir explotándolo en sus múltiples proyectos extrataurinos y así convertir
la lidia de toros bravos en un pretexto cada vez más debilitado y fácil de
avasallar. En tanto llega ese día, el sufrido abonado va desertando del tendido
en mayor medida cada año y el público de la primera plaza del mundo se va
despersonalizando poco a poco, convertido en masa de aluvión de corte
triunfalista, ávido consumidor de viandas varias y bebidas espirituosas con las
que entretener mejor las numerosas tardes vacías de contenido en el ruedo. Al
menos desde la andanada, nos queda el consuelo de disfrutar de los magníficos
atardeceres que estos días se han convocado por encima de los tejadillos del
coso, en donde a causa de los avatares meteorológicos el ocaso de cada tarde
viene teñido este año con tintes apocalípticos, a tono con el ambiente general.
Para
contribuir a defender mejor nuestro tinglado, fracasaron casi todas las
ganaderías que habían dejado entrever esperanzas de regeneración del encaste
Domecq en la isidrada anterior, desde Juan Pedro hasta Pedraza, y sólo
Montealto, el Torero y Flor de Jara se movieron en el son de interés mínimo
exigible a un toro de lidia en una plaza de primera. De Cuvillos y Fuente
Ymbros apenas esperamos ya nada, como tampoco de la inevitable cuota de
ejemplares de la familia Fraile. La ganadería agraciada este año con el premio
de comparecer en la feria por partida doble ha sido la de Alcurrucén y entre
los aficionados nos preguntábamos cuál de las corridas anunciadas sería la
buena teniendo en cuenta que en la primera se anunciaba el Juli, apoderado por
la Casa Lozano. Pues salió mala. Una mansada infumable despachada con prisas
por Julián, incómodo como siempre que viene a Madrid, sin la excusa esta vez de
la hostilidad del público, que soportó con tibieza sus poderosas maneras de
toreo por las afueras y esa forma tan elegante de llegar y salir de la cara del
toro, tal si fuera un defensa lateral derecho que se dispone a sacar un corner. En
cambio a Castella se le contestó bastante su toreo lineal y aburrido, y el
gallo francés se encaró con los discrepantes disgustado por lo que debió
considerar una falta de respeto a su condición de triunfador del año pasado.
Aun nos quedan dos tardes de Castella en Madrid y la afición que le sacó a
hombros hace no tanto, espera su regreso con un entusiasmo perfectamente
descriptible. Y es que la gloria en Las Ventas es efímera y los pases cambiados
que antes se le ponderaban al francés apenas reciben ahora tibias palmas de la
sombra siempre satisfecha, enamorada de repente del nuevo diestro de moda, un
veinteañero lampiño que ha llegado de Lima para quedarse.
Se llama
Andrés Roca Rey y del mismo modo que se dijo que Manolo Vázquez vino a la
fiesta para poner el toreo de frente, el peruano parece empeñado en ponerlo de
espaldas, tal es su gusto por los trasteos efectistas más preocupados por
impactar a las impresionables gentes con trucos de prestidigitador que por
desplegar el toreo fundamental. Resulta innegable que Roca Rey tiene un valor
extraordinario y una cabeza privilegiada. Es lástima que dilapide esas
cualidades prodigando suertes tan vistosas como insustanciales y que en
solamente un año haya olvidado el sitio que pisaba de novillero, para
deslizarse sutilmente hacia ese lado que sus mentores le habrán vendido como
escenario seguro para sumar muchas tardes alternando con las figuras. En su
primera comparecencia abrió la puerta de Madrid y uno apenas recuerda una serie
de naturales decentes entre la profusión de pases cambiados por la espalda,
arrucinas y pedresinas varias que encandilaron al personal.
Su
trayectoria hace fácil predecir que mandará en el toreo de los próximos años y
es tal su influencia que el escalafón entero se ha lanzado a un frenesí de
gaoneras, saltilleras y caleserinas practicadas sin la misma fortuna que el
peruano, fuegos de artificio capotero que han desterrado de la plaza el toreo
clásico a la verónica. Sólo Ponce dejó en su única comparecencia un manojo decente
en que reunió varios ejemplares del lance que inventó Costillares, con su
acostumbrada elegancia, y luego se entretuvo en componer una faena tan bella
como superficial, saludada por la prensa como acontecimiento planetario.
Roca era
el rey de la feria y su desnudez no quedó definitivamente en evidencia hasta la
tarde en que a David Mora le tocó en suerte el toro Malagueño, de la ganadería
de Alcurrucén, al que desorejó en la media hora más emotiva que se ha vivido
últimamente en Madrid. El toro era un tacazo con la embestida más extraordinaria
que soñar pudo un hombre para dejar atrás un calvario de dos años de
recuperación tras su terrible cogida de 2014 en esta misma plaza. Una embestida
ahormada primero por dos puyazos arriba de Israel de Pedro en los que el toro
cantó su bravura y luego depurada con delicadeza de orfebre por Ángel Otero, más
que peón de confianza, ángel de la guarda de Mora en la tarea de restañar a
favor del toro las heridas causadas por los mantazos que sufrió en el turno de
quites de Roca Rey por saltilleras y en la respuesta corajuda de Mora por
gaoneras ceñidísimas ejecutadas sin mover un alamar. Tras el obligado brindis a
Padrós, el médico que le rescató de las puertas del averno, Mora parecía
empeñado en seguir replicando al ídolo Roca con el consabido pase cambiado por
la espalda y por momentos dudaba entre ese efectismo y el inicio clásico con la
muleta por delante más acorde con la distancia que mediaba con el toro y los
terrenos del uno en los que se encontraba, pero eligió la opción primera, no le
dio tiempo a vaciar el viaje del toro y fue atropellado en espeluznante
voltereta de la que se levantó conmocionado y con negros presagios de
dificultad motora en las piernas. Afortunadamente se recuperó y volvió al
tercio para dejar en nuestros paladares el más bello inicio de faena al que
hemos asistido desde hace mucho tiempo, por estatuarios sin truco, ayudados, trincherillas
y pases de la firma, todo ello muy mecido, muy sentido, la plaza boca abajo y
nuestros corazones en pie. El prólogo prometía cante grande pero cuando David
empezó a torear en redondo se sucedieron las series sin la excelsitud que la
boyantía del toro demandaba, toreo en paralelo sin acabar de dar el paso
adelante, de innegable plasticidad pero de hondura menor. Sólo al final de la
faena, cuando se acordó de que un triunfo grande en Madrid precisa de torear
con la izquierda para serlo, surgieron naturales de verdadero encaje, sobre
todo en una serie bellísima, la verticalidad de la figura y la profundidad del
remate hacia adentro finalmente aunadas y el clamor surgido de la emotividad de
la tarde acompañando por igual lo bueno y lo menos bueno. El madrileño se fue
detrás de la espada con rectitud y el toro salió prácticamente rodado tras el
último vuelo de la muleta perdida en el embroque.
Pero el
que mejor ha toreado en la feria se llama Paco y se apellida Ureña. Las dos
tardes de su isidrada han estado marcadas por el mismo planteamiento, el de la
naturalidad y la disposición sin trampa. Ha sorteado toros buenos, menos buenos
e imposibles y a todos les ha pisado el mismo sitio, aquél en el que todos
embisten. Si luego su viaje se encuentra con una muleta que los lleva templados
detrás de la cadera y un hombre encajado aguanta la posición sin perder terreno
para ligar ese pase con otro a continuación, es cuando aparece el milagro del
toreo. Ese milagro lo trajo Ureña a Madrid para desmentir a los portavoces de
lo de todos los días, a los que pretenden colar como excelencia la vulgaridad
impostada ante un animal indecoroso, por su trapío o por su casta, a los que
proclaman que torear así es imposible. Llegó Ureña y en todos sus trasteos se
puso a torear sin probaturas, pronto y en la mano, como decía Chenel, con la
profundidad que surge de cargar la suerte torendo hacia adentro, a despecho del
viento, la lluvia y la embestida humillada o violenta del que le tocara en
suerte. La segunda tarde además, con el mérito añadido de dar la cara en Las
Ventas con una cornada envainada en el muslo que había sufrido días antes y que
no se quiso operar hasta comparecer en Madrid. No salió en hombros por culpa de
una espada que maneja con más corazón que buena técnica pero la afición tomó
nota de su apuesta sincera y saludó las formas de Ureña con los olés roncos de
las grandes ocasiones.
Alejandro
Talavante ha pasado por la feria dando la cara con dignidad. La última
evolución de su toreo parece en realidad una involución positiva a los tiempos
en que tanto gustó de novillero, si bien no sabemos si este nuevo afán de
pureza es fruto de una voluntad decidida o un camino que se ha visto obligado a
tomar en vista de que Roca Rey le ha arrebatado el discurso de la improvisación
y el pase de birlibirloque. Alternaron juntos dos tardes, y al extremeño se le vio
cariacontecido porque la vorágine del éxito del peruano opacó su interesante
faena a un Cuvillo revirado, con el que aguantó a pie firme varias series de
emocionantes naturales en el sitio de la verdad. En su última tarde arrancó
otra oreja de menos peso por una faena de insistencia a un Fuente Ymbro rajado,
y al hilo de las tablas volvió a las andadas del toreo efectista.
Se han
cortado bastantes orejas en lo que llevamos de feria y la diferente calidad de
las faenas premiadas habla a las claras de la cambiante condición del público
de Madrid. La dureza de otros tiempos ha quedado definitivamente diluida y se
siguen regalando orejas en las tardes plúmbeas en que aparece un toro que medio
se mueve y trasteos sin verdadera enjundia como los de Juan del Álamo o
Morenito de Aranda, se ven agraciados por el tendido dadivoso al que le importa
una higa la categoría de la plaza si con el obsequio las buenas gentes se van a
sus casas con el buen sabor de boca de haber asistido a un triunfo, aunque éste
sea de cartón piedra. En cambio, sí se premió con justicia el toreo bien
compuesto y relajado de Juan Bautista al primero de su única tarde en la feria,
oreja que en seguida devolvió el francés al no querer comprometerse con el
segundo de su lote, de condición no tan pastueña.
La
primera plaza del mundo aparece más desnortada que nunca en una cuesta abajo
cuyo último peldaño aún no se adivina. Se siguen aplaudiendo desarmes, bajonazos perdiendo la muleta y pares de banderillas a toro pasado. El
día de San Isidro, en medio del desastre general de invalidez y toros
devueltos, la gente amenizaba los trabajos de Florito dando palmas y coreando
las piezas que la banda atacaba de entre lo más castizo de su repertorio. A la
salida, un niño ensayaba con su muletita pases cambiados por la espalda. No sé
dónde vamos a llegar.
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