Amanecimos
en Cádiz un día gris del mes de febrero de 1992 después de una noche para dos en
coche cama. La promesa del tren nocturno anunciaba romance y aventuras pero el
traqueteo continuo del vagón del amor sólo trajo el pudor de mi novia y los cuerpos
quebrantados. La pensión que permitía nuestro escaso presupuesto era un triste establecimiento
de la calle Ancha donde por fortuna el matrimonio que la regentaba se encargaría
de brindarnos el calor de hogar ausente de unas paredes con demasiados
desconchones. Se imponía lanzarse a la calle para sacudirse el desencanto y de
inmediato, la luz mortecina de la habitación dejó paso al deslumbramiento de la
Plaza de San Antonio, al imponente espectáculo de la claridad de sus fachadas
inundando los ojos a pesar de las nubes, maravilloso velamen multicolor de un
barco que en cubierta montaba cada noche un insólito escenario de ingenio y
poesía. Pronto descubriríamos ese espectáculo en el tablao levantado en un
extremo de la plaza, pero antes, ya por la tarde, callejeando en búsqueda de la
alegría, nos topamos con una algarabía musical que llegaba desde un patio
abierto a espaldas de la Plaza Mina, allí donde se erigía el drago milenario
que llegó a dar sombra a los padres de la Constitución del 12 y ahora cobijaba
la magia encarnada en una docena de chirigoteros que elevaban en cada nota la
gracia a la categoría de arte a ritmo de tres por cuatro. ¡Y todo ello se
desplegaba ante nuestras miradas absortas, apenas a dos metros de distancia! Se
trataba de la chirigota del Noly, tercer premio ese año en el concurso del
templo de los ladrillitos coloraos, la final del teatro Falla que desde
entonces he seguido desde la distancia con la nostalgia inevitable de no poder
acudir cada año a la ciudad en la que espera la dicha a la vuelta de cada
esquina.
Y es que Cádiz es un laberinto que se recorre extasiado por la certeza de que perderse es encontrar la belleza si se te aparece el milagro del carnaval en un tablao cualquiera de una mínima placita repleta de coplas, o incluso a pie de calle donde las decenas de agrupaciones “ilegales” que no concursan en el Falla pueden convertir un paseo sin pretensiones en una auténtica fiesta. El carnaval se hace presente en la ciudad entera y tan pronto se agiganta con la grandilocuencia de los carruseles de coros desafiando la angostura de las calles en la Viña, como te seduce en la mínima expresión de un solo hombre recitando en un callejón su romancero a los cuatro vientos que desde hace tres mil años barren las tristezas en este bendito lugar.
En aquel
año de elefantiásicos acontecimientos a mayor gloria del presupuesto nacional,
tuve la suerte de que el destino me llevara a Cádiz, donde la mejor exposición
se disfruta contemplando los atardeceres de la Caleta y uno no cambiaría el más
exclusivo de los banquetes por la delicia de zamparse un papelillo de
chicharrones mientras se toma un moscatelito acodado en la barra del Manteca.
En la ciudad de los prodigios se puede asistir a un fastuoso musical escuchando
el popurrí de una comparsa, sin mayor acompañamiento que el punteao de una
falseta, un bombo y una caja, y las orquestas sinfónicas van
montadas en carrozas desde donde su majestad el tango hipnotiza a la
concurrencia con la maravilla del tirititrán.
El
microcosmos gaditano se alimenta a sí mismo con un star system integrado por
genios que dejan de ser ídolos cuando cruzan las puertas de tierra y se
convierten en mortales excepto para los que extramuros de la ciudad, conocen el
secreto. Yo también salí de allí enamorado de esa extraña locura que conecta
las mentes de los que escuchan un tango no a Gardel sino al tío de la tiza, aquéllos
que viven todo el tiempo en clave carnavalera porque cuando les hablan de
pasodoble no piensan en “España cañí” sino en el arte de Paco Alba, los
enajenados que mueren con un cuplesito bien marcado y aderezado con el ingenio
del Yuyu o el Selu, chirigoteros cum laude por la gracia del dios Momo.
Allí los
niños no cantan los éxitos de moda sino las cuartetas de Martínez Ares, el
genio que elevó el pasodoble a la categoría de milagro y que este año vuelve a
las tablas tras trece años de ausencia y orfandad para su legión de fanáticos.
Su regreso ha sido un acontecimiento más importante que la llegada a la
alcaldía del Kichi, otro comparsista, y es que en este glorioso rincón hasta el
himno del Cádiz se entona con aire chirigotero, y con las coplas que van
lanzando los cantaores, se hacen las gaditanas tirabuzones.
A los extraños que de vez en cuando nos adentramos por unos días en el hechizo de la tacita escondiendo nuestra poca gracia detrás de un antifaz y un pito de caña, las coplas nos consuelan y nos abrigan un tanto el corazón para el resto del año, una vez expulsados del paraíso.
A los extraños que de vez en cuando nos adentramos por unos días en el hechizo de la tacita escondiendo nuestra poca gracia detrás de un antifaz y un pito de caña, las coplas nos consuelan y nos abrigan un tanto el corazón para el resto del año, una vez expulsados del paraíso.
Magistral, emotivo y cautivador texto. Ya no es una sorpresa la enorme calidad literaria del Maestro Ramón Carlos Rodríguez.
ResponderEliminar