Cuando el toro es concebido casi como un animal
doméstico, cuando el toro es definido como colaborador de un espectáculo
incruento, cuando el toro deambula por la plaza sin que aparezca rescoldo
alguno de ese fuego que es la casta brava, la fiesta se convierte en un ballet
absurdo en el cual el artista interpreta la obra prevista función tras función.
Desaparecido el riesgo, anulada la muerte como telón de fondo de cada tarde, la
emoción que siempre animó internamente la esencia de la tauromaquia, tan sólo aparece en algún que otro
recodo de la ceremonia, si es que surge algún destello de inspiración en el
intérprete que nos permite olvidar por un momento que es mentira todo lo que en
el ruedo ocurre.
Esa
verdad que distinguía antaño este espectáculo haciéndolo único, apareció por
fin la tarde en que a David Mora se le ocurrió gastar su último cartucho en
Madrid recibiendo al primero de su lote en la puerta de chiqueros, y el animal
se le vino encima como un tren, sin darle tiempo a vaciar la embestida con la
larga cambiada. El toro le cogió por el pecho y le zarandeó de manera tremenda
como a un pobre muñeco que salió del envite con la femoral partida. La
sensación de tragedia inundó la corrida que desde ese momento quedó en un mano
a mano extraño del que pronto se cayó Nazaré al que el toro segundo volteó en
el remate de un quite rompiéndole los ligamentos. Cinco por delante para
Jiménez Fortes componían una cuesta arriba demasiado empinada para el bagaje
técnico del diestro malagueño. Si además todo ello se combina con un enemigo
complicado para empezar la subida, una torpeza de movimientos evidente ante las
agrestes embestidas y un arrojo que ignora todas las circunstancias anteriores,
el resultado es dos cornadas en tres cogidas de las que el chaval se levanta
sin mirarse, y una enorme dignidad camino de una enfermería atestada lo cual obligó
a suspender el festejo con cuatro animales dentro de chiqueros esperando mejor
ocasión para ser lidiados.
Las tres
tardes siguientes han transcurrido en ese tono mentiroso que aparece cuando llegan
las figuras a la feria y con ellas, la imposición de sus ganaderías predilectas
que garantizan ese toro amigo que va y viene para colaborar con el “show”. Con
ese medio toro ni siquiera supo confiarse el Cid, definitivamente fuera de sitio, sombrío de ánimo como si el
luto eterno de Alcalareño hubiera contagiado ya para siempre al matador y a su
cuadrilla entera y todo ello a pesar de un quite por delantales en el que
pareció mecerse la luz del otoño pasado. El Fandi nos trajo una nueva demostración atlética de su envidiable
forma física y aunque intentó ajustarse algo más con el toro al poner
banderillas, lo consiguió sólo a veces, mas al llegar la hora de quedarse
quieto, cesaron las ovaciones, prodigó mantazos, requirió la espada, se perfiló
fuera de cacho, fuese y no hubo nada. Del
Álamo cortó su enésima oreja consecutiva en las Ventas cuya concesión denigró hasta
extremos hasta hace poco inconcebibles eso que antiguamente se llamaba una
oreja de Madrid, de las que dejan poso en el aficionado. La de esta tarde fue uno
de tantos trasteos en paralelo en los que si el toro repite, el torero templa y
mata a la primera, el público saca los pañuelos hasta conseguir el ansiado trofeo sin que al día siguiente sea capaz de recordar pase alguno
de la aclamada faena.
Para
rematar la semana se hicieron presentes en las Ventas the fab five, los cinco
airados faros del toreo que se exiliaron de Sevilla y se acogieron al refugio
de Madrid, cuyo público los recibió como a hijos pródigos, dispuesto a perdonar
sus renuncios, sus manejos y triquiñuelas, atento al mínimo detalle para saltar
del asiento ante cualquier atisbo de cante grande, el romero enhiesto en la
solapa del traje de las grandes ocasiones, el cubata tintineando en la mano
nerviosa y el caro veguero incensando los alrededores de su localidad. Por
delante de los fabulosos, Finito de
Córdoba, cuya actuación fue la del telonero que ofrece un breve apunte de
su arte y enseguida deja paso a la estrella sin ánimo de robarle lucimiento,
qué decadente la imagen del eterno aspirante a sexto califa, tan lejos de
aquella efímera gloria como de la rectitud del toro a la hora de entrar a
matar, pues se perfilaba desde Manuel Becerra para tomar raudo el camino hacia
la Guindalera tras el embroque. Morante y el Juli, los popes del invento este
que llaman el G-5, fueron recibidos con expectación extraordinaria, que a falta
de grandes triunfos obtenidos en el coso venteño, uno piensa que se debía al
gran aparato publicitario que arrastran estos toreros, con profusión de apariciones
en los medios diseñadas por los gabinetes de comunicación a su servicio. Los
dos venían a la primera plaza del mundo con toros escogidos ad hoc,
seleccionados por sus veedores tras exhaustivas jornadas de búsqueda entre lo
mejor de la cabaña brava. A tenor del resultado, cerca estamos de que también
en esta plaza se acabe eliminando el sorteo para así evitar que los jefes del
cotarro acaben enlotando lo peor del encierro y así quede al descubierto su
incapacidad para hacer frente a sus toros. Porque a Morante le tocó un manso que no
pasaba, al que masacró en varas, antes de dar el mitin de costumbre y al Juli, dos Victorianos impresentables,
que hubieran justificado la retirada inmediata del azulejo que el ganadero
triunfador del ciclo del año pasado había inaugurado en el desolladero esa
misma mañana. Además, al catedrático de Velilla le salieron respondones los dos
toretes, el primero, por desentendido y aburrido de la ramplona lidia, al que
no fue capaz de fijar en momento alguno, y el segundo, por violentito a su
manera, con el que Julián del Gran Poder aplicó un trasteo corajudo que no
llegó a domeñar sus dificultades antes del horroroso julipié. En su primer
toro, Morante de la Puebla
entreabrió un poquito el tarro de las esencias en un capotazo aislado por aquí,
un par de trincherazos por allá y en dos o tres derechazos que encadenó cuando
medio se quedó en el sitio, pero de pronto volvió a las andadas del unipase y a
rehuir los riesgos que comporta la ligazón frustrando las ilusiones de un
público entregado que había acogido estos destellos con clamores inusitados.
El
espécimen taurómaco Alejandro Talavante
ha dado un paso más en su sorprendente evolución y abandonado el período que
podríamos llamar de inspiración mexicana, ha mutado ahora en criatura currovazqueña
que pretende retomar el toreo clásico que dejó olvidado tras su época
tomasista. Sólo lo consiguió por momentos en el primero de su lote, al que
enjaretó los naturales más caros de la feria, aquéllos que se construyen
adelantando la muleta, ofreciendo el medio pecho de la figura erguida y
cargando la suerte en la rectitud del toro, mientras el animal traza esa mágica
curva en la que persigue con codicia una muleta templada de mano baja que
quiebra la embestida detrás de la cadera. El por qué combinó esos muletazos
irreprochables con otros más al uso del toreo moderno es un misterio insondable
que quizá tenga que ver con la falta de concepto claro de una faena que no tuvo unidad porque transcurrió en distintos terrenos, allí donde el torete marchaba llevado por su
boyante mansedumbre, y como los naturales buenos eran jaleados con el mismo
entusiasmo que los malos, quizá se dijo el extremeño que para qué insistir por
el camino correcto si el otro es menos escarpado y todo aquello terminó en una
sensación amarga a la búsqueda del eslabón perdido en la evolución de la especie taurómaca
talavantina que acabó de consumar el mal uso de la espada.
Manzanares pasó de puntillas por la
tarde de los Victorianos practicando el toreo más despegado que se ha visto
hasta la fecha, que ya apenas tapa con su proverbial plasticidad. Su
abulia va siendo cada vez más preocupante para un diestro que ha podido ser tan grande y
ha quedado en un desubicado maniquí de alta costura que tira líneas en la distancia,
no vaya a ser que se le estropee el traje.
En
contraste con sus cuatro compañeros de espantada, Miguel Ángel Perera ha sorprendido en su primera comparecencia en
la feria por su cabeza clara, unas formas más que correctas y una gran entrega
a la hora de matar que confluyeron en un triunfo legítimo. Dejando a un lado si
fueron excesivas las tres orejas cosechadas, Perera aprovechó con clarividencia
el fiasco de sus compañeros desde el momento en que se abrió de capote por
chicuelinas en un quite muy sentido rematado por airosas cordobinas. A su
primero le hizo una buena faena cuya principal cualidad fue la quietud, y los
defectos de colocación habituales en este torero quedaron tapados por el
ceñimiento general del trasteo y por un temple exquisito en el manejo exacto de
las telas. La misma tónica siguió en el sexto de la tarde, más parado que el
anterior, al que aplicó el habitual acortamiento de distancias en el que tan
cómodo se ha encontrado siempre Perera, que en esta ocasión aderezó con verdad
y torería, con el público unánimemente a favor. La gran estocada haciendo
estupendamente bien la suerte coronó una actitud muy seria del extremeño toda
la tarde al que se llevaron con justicia camino de la
puerta grande.
Brillaron
con los palos Juan José Trujillo y Juan Sierra, al que salvó del percance Fernando Pérez, tercero de la cuadrilla de el Juli,
cuya buena colocación le permitió hacer un extraordinario quite evitando la
cogida de su compañero. Deberían tomar ejemplo de la actitud de este torero de plata, los numerosos matadores que ajenos a sus deberes en la lidia, suelen contemplar ausentes los apuros que pasan sus peones en el tercio de banderillas.