viernes, 15 de mayo de 2020

CRÓNICAS DEL CORONAVIRUS: VIII. FASE CERO.


¡Madrid, Madrid; qué bien tu nombre suena,
rompeolas de todas las Españas!
La tierra se desgarra, el cielo truena,
tú sonríes con plomo en las entrañas.

A este Madrid machadiano desgarrado por un virus, con el plomo del enfrentamiento en su entraña atribulada, ha llegado el San Isidro de la fase cero, sin toros en las Ventas ni bullicio en las Vistillas, desierta la pradera y sin sol para alumbrar este periodo de oscuridad en el que el panorama político presenta tintes de opereta. “Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad”, le decía Don Sebastián al boticario Don Hilarión en La verbena de la Paloma, la célebre zarzuela de Bretón, estrenada en 1894. En el ambiente madrileño finisecular, el diálogo castizo entre los amigos discurre sobre la confrontación entre las medicinas oficiales y los remedios caseros y concluye a propósito del calor que asfixia a la ciudad metida en la canícula de la época: “el que suda con frecuencia vence toda enfermedad”. 

Abocados a la llegada definitiva del calorcito benefactor que aplazará nuestros males hasta el próximo invierno, la crisis del coronavirus ha proporcionado una formidable cura de humildad a los que auguraban la eclosión definitiva del progreso científico que nos iba a llevar poco menos que a la inmortalidad en un horizonte de veinticinco años. El amparo de la ciencia es tan exiguo que se está demostrando incapaz de ofrecer certezas sobre el periodo de incubación del virus, sobre su origen, sobre los tratamientos más efectivos, sobre el plazo para conseguir una vacuna, sobre si la curación produce inmunidad. En triste paralelismo sobre el abandono a nuestra suerte que el Estado nos procura, el tratamiento médico disponible se basa en mantener vivo el organismo mientras el sistema inmunitario vulnerado inicialmente se recupera por sí mismo.

El anacronismo es lamentable pero la recomendación de las autoridades sanitarias actuales no difiere demasiado de la que se estableció para la gripe de 1918. Cien años de progreso científico y el antídoto sigue siendo lavarse las manos y quedarse en casa. Y eso venimos haciendo, sobreviviendo a lomos de la decreciente moral del ciudadano atónito que tiene que soportar a una administración errática al frente de un estado de servicios que ha estado cuarenta años discutiendo sobre su identidad, mientras desmantelaba su industria y se encadenaba al turismo como principal fuente de ingresos. Recién cumplidos los dos meses de confinamiento, convivimos con la imprudencia de unos gobernantes que actúan con la técnica del globo sonda en cada declaración, los sucesivos portavoces de la ignorancia perdidos en la improvisación constante de medidas destinadas a engolosinar al respetable, defraudar a los sectores afectados y enfrentar el despropósito con la rectificación parcial del engendro a escasas horas de su entrada en vigor.

Sin vacuna que nos inmunice contra la hipocresía, la maquinaria mediática del poder agita las redes sociales magnificando las transgresiones anecdóticas del camino pautado hacia la normalidad, con el fin de criminalizar al pueblo y justificar las sucesivas prórrogas del estado de alarma. Después de autorizar la salida de los niños un soleado domingo de primavera, tal vez se pretendía que se les paseara con correa para evitar la estampida y los deportistas que llevaban mes y medio quemando bicicleta estática en sus casas, debían haber esperado en la rampa su turno de esparcimiento como en una ordenada contrarreloj. El objetivo es vender la imagen de cuatro terrazas atestadas como si el común de la gente anduviera de botellón, y si además se trata del barrio de Salamanca, el espectáculo de doscientos cafres voceando delante de un escaparate de lujo, sirve en demagógica bandeja la excusa perfecta para obviar el comportamiento ejemplar del resto de sus ciento cincuenta mil vecinos que permanecen obedientes esperando la llegada de la libertad.

Sin distinción de credos políticos o niveles administrativos, nuestros mandatarios parecen menos preocupados en tomar las decisiones adecuadas que en manipular a la opinión pública. De la mano del belicismo con el que arropan sus discursos, la propaganda es el arma más eficaz para encubrir su incompetencia. Tras demonizar la crítica y anular la transparencia, presumen de datos ficticios y gestión eficaz, mientras se lanzan a la cara los muertos de las residencias. Como cantara Miguel Hernández, Madrid duerme al borde del hoyo y la espada, sus moradores portarán mucho tiempo el estigma del apestado sobre la santa paciencia de aguantar que la alternativa al futuro sin horizontes planeado por el gobierno, sea la imagen de una presidenta de tebeo posando para la televisión.

Ya hay un español que quiere
vivir y a vivir empieza,
entre una España que muere
y otra España que bosteza.

Madrileñito que vienes al mundo, te guarde Dios, uno de los dos gobiernos ha de helarte el corazón.


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