Esos locos bajitos disfrutábamos sin saberlo de la mejor educación que íbamos a recibir a lo largo de nuestra trayectoria académica. La desmontada “egebé” nos otorgaba una base que ahora permite a un electricista de mi generación tener más cultura general que la de un graduado actual con varios másteres en su haber. Los maestros responsables de esta fortuna aplicaban la pedagogía del sentido común a manadas de alumnos por encima de todas las ratios que hoy son consideradas adecuadas para que un docente pueda lidiar con sus educandos sin pedir la baja psicológica. En esas condiciones, Don Ignacio nos aficionaba a la historia rimándola en un cómic que memorizábamos en los murales con los que empapelaba el aula, Don Eduardo impartía un nivel de inglés capaz de perdurar hasta las brumas del bachillerato y Don Mariano hacía de las matemáticas una asignatura inteligible hasta para un zote de letras como un servidor.
La ausencia de pantallas convertía la pizarra en un tótem temible ante el que comparecíamos para rendir cuentas a Don Francisco, en la tarima desde la que después dictaba su lección magistral, intentando sacarnos de Babia, país de los tontos, donde hacían los pucheros sin culo. Mientras Doña Mari Luz encendía la luz de mi primera vocación literaria, la catequesis de Don Gerardo extendía un barniz de tolerancia sobre el catolicismo obligatorio y el deporte ocupaba todo lo demás, la competición oficial en los juegos escolares permitía que la gimnasia fuera un divertimento vestido de chándal verde, desde el que eludíamos instrumentos de tortura tan sofisticados como el plinto.
El colegio vertebraba nuestra existencia y en torno a su influencia organizábamos la vida cuando las actividades extraescolares consistían en volar el trompo con la destreza de un malabarista, forrar las chapas de Cinzano con maillots de ciclista y atesorar canicas triunfando en el gua. Alrededor de la escuela esperábamos al futuro leyendo tebeos en la Casa de la Cultura y gastando la paga en las máquinas de los recreativos, pero la plenitud llegaba imaginando porterías entre las carteras, cuando nos abandonábamos al fútbol de descampado y rodillas peladas hasta que la oscuridad tocaba el silbato y los más osados continuaban la fiesta jugando a ser funámbulos bajo la pasarela del “poli”, con la red del Júcar a nuestros pies.