La coherencia
es un valor desconocido para la clase política que nos ha tocado padecer.
Mi abuela solía decir “como no soy río, me vuelvo” y aunque nunca supo de
Heráclito, su filosofía de andar por casa parecía inspirada por las
conclusiones a las que el “Oscuro de Éfeso” llegara siglos atrás, cuando afirmó
que nada es permanente a excepción del cambio, definiendo así a la perfección
el comportamiento de Pedro Sánchez, ese estadista. Para huir de la crispación
instalada en el ambiente y de palabras gruesas como embuste, fraude o felonía
es más conveniente para el espíritu concluir que el séptimo presidente de
nuestra democracia ha hecho de la contradicción un arte, lo cual ya se venía
venir en este adalid de la lucha contra el cambio climático que viajaba en falcon a la vuelta de
la esquina. Metido en su particular concepto de la lógica, Heráclito sostenía que todo es y no es al
mismo tiempo, y eso debió pensar nuestro líder cuando no habiendo querido
pactar en su día con su futuro vicepresidente por no acabar como la Venezuela
de las cartillas de racionamiento, se abandonó en sus brazos cuando vio
peligrar la poltrona, soñando con alcanzar de su mano, la justicia social.
Nosotros los de
entonces, ya no somos los mismos, decía el verso de Neruda que sin duda leyó
Sánchez para inspirar este viraje, lo cual es comprensible si no fuera porque
ese entonces, en el caso de nuestro Pedro, fue solamente antes de ayer. Es
cierto que el flamante jefe de gobierno ha batido todos los registros en el
incumplimiento de sus promesas electorales pero también lo es que ha tenido
excelentes maestros en esa tradición. Felipe González llegó al poder cabalgando
sobre un furor antiatlantista que terminó en referéndum con pregunta capciosa
en el que pidió el sí a la OTAN, con el chantaje emocional incluído de su
posible dimisión si fracasaba en ese empeño. Los ochocientos mil puestos de
trabajo anunciados en el programa que le llevó a la Moncloa constituyen una
cifra mágica que todavía resuena en los oídos de los ochocientos mil nuevos
parados que en realidad generó su política económica durante su primera
legislatura, todo lo cual no evitó que el pueblo refrendara su gestión con dos
mayorías absolutas más.
En 1996, José
María Aznar alcanzó la presidencia del gobierno y todas las críticas que había
vertido con anterioridad sobre las cesiones de González a los partidos
nacionalistas se quedaron en la recepción del Hotel Majestic en cuyos salones
se firmó el pacto de gobierno con Convergencia que Pujol llegó a calificar como
más beneficioso para sus intereses que el alcanzado tres años antes con los
socialistas. El cénit de la desfachatez en la historia de la incongruencia
política llegó dos años más tarde, cuando el mismo Aznar que hizo de la guerra
sucia el centro de su labor de oposición, indultó desde el gobierno a los
dirigentes socialistas condenados por las actividades de los GAL, permitiendo
su salida inmediata de prisión. En las elecciones generales del año 2000, al
pueblo español debió parecerle todo correcto pues otorgó al Partido Popular su
primera mayoría absoluta.
La era Zapatero
fue también prolija en contradicciones y bandazos que el mago del talante
prodigaba con la sonrisa en los labios y el sofisma en el discurso. El
mesianismo que acompaña a todos los debutantes en el cargo le llevó a pretender
resolver los problemas vasco y catalán a un tiempo, y en ambos avisperos se
dejó parte de su credibilidad. La culminación de tanto artificio fue el
encubrimiento de la crisis financiera de 2008 y lo hizo con tal eficacia que el
electorado volvió a renovar un mandato que acabó en congelación de los salarios públicos y las pensiones
que había prometido subir en campaña. Mariano Rajoy le afeó con dureza el que
calificó como recorte social más grande de la historia y en las elecciones del
2011 aseguró que su gobierno jamás se cebaría con las personas más indefensas,
las que habían contribuido con el esfuerzo del trabajo de toda una vida al
bienestar y al progreso general. Una vez conseguida la mayoría absoluta, olvidó
todas estas consideraciones y para maquillar su desvergüenza, subió las
pensiones un raquítico 0’25 % lo que en realidad equivalía a bajarlas por la
pérdida de poder adquisitivo que ello suponía respecto al IPC. Un trabajito
rutinario para quien habiendo acusado a ZP de traicionar a los muertos durante
la negociación con ETA, cuando se vio en la Moncloa, continuó con la misma
política antiterrorista que había criminalizado en su oponente.