Tarde tras tarde, el toro
suele hacerse presente en las plazas sin alegría, sin la natural curiosidad que
debería demostrar en un escenario novedoso un animal encastado que lleva varias
horas encerrado en la oscuridad del chiquero. A menudo, sin embargo, el toro se
asoma a la primera raya con un deseo irrefrenable de volver de inmediato a su
comodidad anterior y cuando por fin se aventura en el ruedo al reclamo de un
capote que un peón mueve a lo lejos desde el burladero, acude al encuentro con
displicencia, como quien sale a la calle a dar un garbeo sin rumbo fijo. Tras
esta primera experiencia con el hombre vestido de luces, lo habitual es que el
toro le coja gusto al trote por el albero y entonces se pegue dos o tres
vueltas por la plaza, sin que ninguno de los que se cruzan con él consiga
recogerlo adecuadamente, no tanto por su condición de abanto como por la
deficiente técnica de los que manejan el percal. Cuando por fin el matador
consigue fijar al toro y repetir siquiera media docena de capotazos, lo suele
hacer de manera atropellada y trapacera, sin allegar al manejo de la tela
gracia alguna, echando normalmente el paso atrás en cada embroque, perdiendo
terreno hacia las tablas en lugar de ganarlo hacia los medios y rematando el
saludo de forma vulgar o no rematándolo, lo cual contribuye a que el toro
recupere su tendencia natural a la dispersión y acabe vagando de nuevo por la
plaza sin que el peonaje lo fije, para terminar en bastantes ocasiones recibiendo
la primera vara en terrenos opuestos a los adecuados, allí donde los picadores
acaban de hacerse presentes tras la orden del usía.
Cuando el varilarguero de
turno logra llegar sin sobresaltos a su terreno natural, el lidiador suministra
al astado una nueva sucesión de mantazos con el fin de colocarlo para la suerte
de varas, aunque no siempre tiene éxito pues unas veces el animal se le vuelve
a escapar camino de las tablas, otras lo despide con un recorte inapropiado
tras el cual el toro hace hilo con el torero y con todos aquéllos a los que se encuentra
en su huida, y en la mayoría de las ocasiones, lo aparca de cualquier manera en
el lugar más cercano posible a la segunda raya, cuando no prescinde de esta
exigencia, depositándolo al relance a merced de la acorazada de picar. Es
entonces cuando comienzan las torpes maniobras del jinete para llevar a cabo la
empresa de ahormar una pujanza que casi nunca es tal, y a pesar de ello, el picador suele ensañarse en el primer puyazo, dejando al toro para el arrastre tras haber
barrenado a modo sobre cualquier región anatómica del animal que no coincida
con el morrillo, abrazando por tanto la norma del puyazo trasero, bajo o
contrario, suministrado sin medida y haciendo la carioca. Si el toro sale de
esta masacre con fondo de bravura suficiente para acudir con bríos a un segundo
puyazo, el lidiador suele hacer lo posible para restar protagonismo a ese
acontecimiento lo cual consiste en no colocarlo en un lugar más alejado que el
del primer envite con el fin de no consentir que el público tome partido por el
animal, si es que éste se arranca alegre sin importarle el encuentro con el
castigo. A remediar esa circunstancia suele aplicarse el picador que si por un
casual se encuentra con un toro al que citar en la distancia, ahora mueve mal
el penco, luego no provoca la embestida alzando la vara con contundencia desde
el lugar adecuado, después no se viene de lejos con alegría ofreciendo el pecho
del jaco al burel para que acuda al encontronazo emocionante, todo ello para
que al fin su matador se justifique y acabe acercando al toro hasta el estribo
de su esbirro hurtando a la afición un espectáculo que acaso solamente fuera un
espejismo.
Como la tónica general del matador de turno en este tercio
suele ser la inhibición o la incompetencia técnica, o ambas cosas, la norma es
la ausencia de quites artísticos, salvo que consideremos como tales a la
chicuelina despegada o a la gaonera zarrapastrosa que instrumentan los
matadores de hoy, incluso en insufrible competencia por el mismo palo, lo cual
permite al abonado contrastar con su compañero de localidad si le ha gustado
más la chicuelina culera de fulano o la chicuelina sobaquillera de zutano.
En medio de estas disquisiciones, el espectador llega al
segundo tercio abrazado a la quimérica esperanza de contemplar una lidia
ordenada y algún que otro buen par de banderillas y a veces se cumple ese
anhelo si se acartelan ese día alguna de las cuatro o cinco buenas cuadrillas
que sobreviven en el escalafón. De lo contrario, asistirá al desorden habitual
en el que el peón de turno no tiene más ayuda que sus piernas si es perseguido
tras el embroque porque no suele haber un capote bien colocado que le haga el
quite. Si es el matador el que toma los palos para lucirse, la excepción es que
se aproxime con naturalidad al toro y sin demasiados aspavientos se reúna con
él en la cara para asomarse al balcón con pureza y tras clavar en lo alto,
salir andando de la suerte sin necesidad de tomar el olivo apresuradamente. La
norma es que se convierta el ruedo en pista polideportiva y el banderillero
olvide la torería para adoptar la condición de gimnasta o saltimbanqui, a lo
cual suele ayudar la afición de las autoridades a cubrir las plazas de toros y
convertirlas en pabellones multiusos, más adecuados para las olimpiadas y el
circo que para la lidia de reses bravas.
La faena de muleta debería ser un proyecto desarrollado a
través de un plan concebido en función de las características del animal al que
toca enfrentarse, su condición de bravo o manso, su mayor o menor boyantía, la
pujanza restante tras las batallas de los tercios precedentes. La uniformidad
del comportamiento descastado de la mayoría de los toros que actualmente salen
por chiqueros conduce a que ese plan no sea necesario y a su sustitución por
una sucesión de pases sin propósito alguno. En este estado de cosas, los
trasteos muleteros suelen empezar en el tercio, casi siempre por alto, con el
fin de aliviar unas embestidas que no requieren de manos poderosas para ser
dominadas. En este prólogo de la faena en el que el toro acomete
alternativamente por ambos pitones, el matador todavía no necesita recurrir a
la ventaja porque el animal va y viene sin apreturas, sin las exigencias
técnicas del toreo en redondo. Por eso son tantas las faenas que tras un
comienzo prometedor, naufragan cuando se trata de parar, templar y mandar según
los cánones del toreo fundamental. Entonces, la cosa se complica pues en lugar
de dar al toro la distancia adecuada para que acuda, citarlo adelantando la
muleta plana, cruzarse al pitón contrario y ofrecer en el embroque el medio
pecho con naturalidad, rematando el pase hacia adentro y detrás de la cadera,
el torero rehúye el terreno del toro, se coloca en la pala del pitón por las
afueras del peligro y le acerca una muleta oblicua con el pico por señuelo para
que el animal describa en torno al hombre un viaje lo más alejado posible de su
jurisdicción, y éste componga una figura retorcida y concentrada en depositar
al toro en el lugar más alejado posible de la posición inicial. Cuando se trata
de dar el siguiente pase, como el torero sigue descolocado, bien intenta
iniciar de nuevo el proceso anterior, y sacrifica la ligazón recolocándose algo
más cerca de los pitones pero sin cruzar la línea prohibida del riesgo, bien
convierte la ligazón en una mentira en la que el toro describe sin cesar
círculos alrededor del diestro sin ir nunca obligado, en una danza incruenta en
la que ninguno osa invadir el terreno del otro y que termina con el inevitable
pase de pecho, que casi nunca se instrumenta con vertical compostura, señalando
la pañosa el hombro contrario y barriendo el lomo del toro de pitón a rabo,
sino en la postura esforzada del que procura salirse lo antes posible de la
suerte, despidiendo al animal en paralelo y de cualquier manera.
En la mayoría de los trasteos abundan
los pases instrumentados con la mano derecha y la muleta montada sobre el
estoque de ayuda porque de este modo el diestro se encuentra más protegido tras
la mayor superficie de tela conseguida y expone menos que si torea al natural,
un pase en el que si la mano escoge el centro del estaquillador para hacer más
puro el cite, es más difícil recurrir a los artificios señalados anteriormente.
Resulta penoso comprobar cómo incluso en este caso casi nunca se adelanta la
pierna contraria en la ejecución del pase, de manera que cargar la suerte ha
dejado de ser la norma en la tauromaquia moderna, y lamentablemente parece
haber quedado instalado en el gusto de los públicos esa antiestética
composición de la figura que trata de obtener ventaja de la combinación de tres
trucos técnicos grabados a fuego en las formas de los toreros jóvenes: la
colocación al hilo del pitón, el cite oblicuo con el pico de la muleta y la
posición ostensiblemente retrasada de la pierna de salida.
El toreo ventajista aplicado a un toro
descastado produce faenas interminables. Los trasteos son ahora más largos que
nunca porque el toro de este momento es el más pastueño de la historia y el
matador puede permitirse el lujo de estar a gusto con él, dando pases sin
contenido hasta que suene el primer aviso e incluso después. En la lidia
actual, ha desaparecido la función primitiva de la faena de muleta que era
dominar al toro y prepararlo para la muerte, lo cual podía y debía hacerse
perfectamente mediante poco más de veinte pases y algún adorno final concebido
con el sentido de ahormar al toro para la suerte suprema. En cambio ahora, si
el cuerpo de la faena suele desarrollarse sin propósito claro, lo normal es que
sus postrimerías discurran sin ton ni son, y el torero ensaye manoletinas,
molinetes en cadena y circulares invertidos, para trasladar al público un
riesgo ficticio que el toro no trae a la plaza.
Una faena sin intención y alargada
artificialmente suele conducir a que el toro llegue al momento supremo sin
haber sido verdaderamente toreado y cueste un mundo igualarlo para entrar a
matar. En otros casos, sin embargo, el toro junta las manos de puro agotamiento
y muestra a su matador la muerte para la que fue concebido, pero éste suele
corresponder a tanta bondad haciendo la suerte sin respeto a los cánones. De
entrada no se coloca centrado entre ambos pitones sino perfilado sobre el pitón
de salida, cantando a la concurrencia que la rectitud no va a ser su máxima de
actuación. Si el torero ya está fuera cuando inicia su camino hacia el toro, lo
lógico es que culmine la reunión echándose más afuera en el embroque, aunque alguno
que otro ha cimentado su fama de gran estoqueador a base de tapar
fraudulentamente la cara del animal con la muleta y volcarse en el morrillo solamente
cuando los pitones han rebasado su figura. Hay muchos matadores que son
diestros en el arte de enterrar la estocada arriba por el hoyo de las agujas a
pesar del empleo de estas artimañas pero lo normal es que todo este desaguisado
acabe en feo bajonazo perdiendo la muleta y se dan casos en que incluso así, el
júbilo es completo y el presidente concede las orejas.
En general, si el toro se mueve y el
torero anda por allí prodigando estos y otros desastres sin que el animal
tropiece mucho las telas, suele haber triunfo seguro, incluso en las plazas de
criterio más asolerado. Sin embargo, cuando en alguna tarde insospechada un
hombre cita a un toro bravo en la distancia, con naturalidad y en el sitio, y
aparece el milagro del toreo, los que antes aplaudían la vulgaridad reconocen
ahora la excelencia y surge el clamor verdadero. No todo está perdido.