Los
juegos olímpicos aparecen cada cuatrienio como una bendición que permite a los aficionados
al deporte practicado desde el sofá, huir de la enojosa pugna futbolera que ya da la tabarra el
resto del año. Incluso durante la tregua olímpica, los cantos de sirena
futbolísticos pretenden sin fortuna restar protagonismo a los juegos,
distrayendo al personal con su menudeo de fichajes multimillonarios y títulos
intrascendentes de pretemporada, cuando a uno lo que de verdad le apetece es
disfrutar sin complejos con un vibrante combate de judo en el que no entiende
nada de lo que pasa en el tatami.
El encanto de los juegos permite al
menos en estas dos semanas igualar el triunfo del tenista más laureado con el
de un anónimo piragüista cuya trayectoria sólo es conocida por su familia
durante el resto de su vida deportiva. Hay una magia hipnótica en el pitido que
suena cuando la proa de una embarcación española alcanza la línea de meta, casi
comparable a la del ruido sordo del balón rozando la red de la canasta en los
triples imposibles que lanzan nuestros héroes desde más allá de la leyenda.
Las olimpiadas nos reconcilian con los
deportes básicos que todos hemos practicado por obligación en el colegio y que
siempre estábamos deseando orillar para seguir dándole patadas al balón en el
patio. Las odiosas jornadas luchando con el plinto en el gimnasio o las
interminables carreras por el inevitable parque vecino permanecen en la memoria
para valorar como se debe a los superhombres que cada vez saltan más alto,
corren más rápido, lanzan más lejos, a los gimnastas y nadadores que pasan
cuatro años entrenando diez horas diarias por esa gloria única de sentir un
metal brillando en el pecho. Lo mismo que nuestras estrellas futbolísticas que
se ejercitan dos horitas sobre el césped y piden aumento de sueldo al final de
cada temporada.
Por otro lado, el seguimiento intenso de los juegos
mejora el entendimiento y cultiva el intelecto, nos obliga a indagar sobre
disciplinas que requieren de conocimientos especializados a los que jamás
podríamos acceder de otra manera, a entender de tiro sin haber hecho la mili, a
disfrutar de la vela sin haber pasado de manejar un patín de playa. El variado
muestrario de deportes olímpicos que el parroquiano del bar puede degustar
desde la barra le permite ir más allá de la prosaica conversación de cada lunes
sobre si la zambullida en el área del astro futbolero era o no penalti, para
elevar un tanto el tono comentando ante sus amigos cuánto ha perfeccionado
Mireia la técnica de giro de mariposa o lo acertado del talonamiento de Ruth cuando
inicia su vuelo sobre el listón.
Y qué decir de la elevación de la moral patria que
nuestros héroes olímpicos proporcionan a este atribulado país sin gobierno que gracias
a sus gestas puede olvidar por un momento el bochorno cotidiano de sus líderes
políticos. El sentido común que exhibe la mayoría de nuestros deportistas de
élite, humildes en la victoria y ejemplares en la derrota, conformaría un buen
programa de gobierno para un quimérico pacto Gasol-Nadal que con Carolina Marín
de vicepresidenta, obtendría mayoría absoluta sin necesidad alguna de campaña
electoral.
Es una pena que las medallas se acaben en el
bronce y el cuarto puesto dure en la memoria lo mismo que las centésimas que lo
separaron de la eternidad del metal. También nuestra existencia está llena de
diplomas de consolación que guardamos en un cajón desvencijado sólo por el
hecho de que en nuestro partido la pluma de bádminton cayó de nuestro lado. A
pesar de las excepciones que a veces vician el espíritu olímpico de estos días,
resulta una delicia abandonarse a la máxima del barón de Coubertin y mentirse
un poco pensando, como en la vida, que lo importante no es el éxito sino luchar
bravamente por la victoria, aunque las fuerzas y el talento solo nos lleguen
para ir sobreviviendo en el magma gris de la mediocridad.