viernes, 19 de junio de 2015

FIN DE FIESTA

        Durante la Feria de San Isidro, la plaza de toros de las Ventas es mi casa, su andanada, mi atalaya, el privilegiado balcón desde el que me asomo, cada tarde, a la alegría. Un mes de toros en el que la vida se organiza en torno a la cita con el festejo diario, las obligaciones cotidianas son menos penosas si se tiene el pensamiento puesto en que a las siete de la tarde te espera un insólito refugio en las alturas desde el que se contempla el toreo, la extraña metáfora que nos permite todavía asistir a las glorias y a las miserias de la existencia expuestas en el enfrentamiento entre el hombre y un animal salvaje.

         Hace ya bastante tiempo que quedó institucionalizado el ardid del empresario de concentrar en la última semana de feria todas aquellas ganaderías del gusto de la afición más exigente para despedir el ciclo con el buen sabor de boca de las embestidas encastadas que sin embargo, descomponen a las primeras figuras del escalafón. La táctica es clara. Se acartela a los toreros menos placeados frente a los toros más difíciles y al tiempo que se consigue el objetivo de mantener el prestigio torista de la plaza de Madrid maquillando un tanto la gran cantidad de ganaderías bobas soportadas antes de la traca final, la crítica cautiva aprovecha el fracaso artístico de estas tardes para darle más palos que a una estera al toro que no conviene al sistema, al toro que no deja estar a gusto y no permite expresarse y disfrutar, el que molesta a los instalados porque no da vueltas como un perrete siguiendo un señuelo que no es necesario manejar acreditando poder y hondura. Ese toro ha venido esta última semana a Madrid y ha puesto casi siempre seriedad en el ruedo, ha obligado al espectador a estar pendiente de lo que allí sucedía, transportando a la plaza a un ambiente de incertidumbre distinto del relajo pipero de todos los días, exigiendo a los de luces firmeza de planta y un corazón valiente para enfrentarse a las divisas de las que suelen huir las figuras como lo hacen los políticos de sus promesas electorales.

         Pero como el sistema quiere para la fiesta del siglo XXI un espectáculo postmoderno sin sobresaltos, donde la emoción quede reducida al cosquilleo estético del baile de salón con un animal domesticado como pretexto, conviene criticar mucho el planteamiento de estas tardes, describirlas como necesario estrambote para calmar las exigencias de los aficionados ultras y decir que la verdadera bravura no se mide en la antigualla del peto sino que depende de la duración del toro en la muleta, ante la cual el candidato a premio debe aguantar no menos de setenta viajes colocando bien la cara sin un aspaviento de informalidad. No comprenden, o quizá sí, que están destruyendo un rito que siempre se basó en lo contrario, en la fiereza del toro, en su integridad como bestia impredecible y en la entereza de un hombre distinto que en busca de la gloria pone en juego su vida. En cambio, el sistema busca el otro toro, el animalito criado para ser dócil y salir amaestrado del chiquero, elemento imprescindible para subvertir la esencia de una fiesta cuya fuerza se sustenta en la presencia de la muerte siquiera como hipotético telón de fondo del juego taurómaco. Los nuevos mercaderes del templo necesitan aplazar esa idea terrible que amenaza con arruinar su ideal de festejo anodino compatible con un tendido a poder ser cubierto, entregado al consumo de merchandising y bebidas espirituosas, en un escenario que cada vez se parece más a un centro comercial en el que los avatares de la lidia no estorben demasiado el ordenado desarrollo del negocio.  
   
         Contra todo eso, la semana final nos regaló suficientes momentos épicos como para posponer un tanto el apocalipsis. Si bien es cierto que ninguna de las ganaderías anunciadas presentó un encierro en el son de sus mejores tiempos en esta plaza, anotamos la recuperación de Partido de Resina que parece haber abandonado la endeblez de sus últimas corridas añadiendo mayores argumentos al habitual reclamo de guapeza que ofrece el anuncio en los carteles de la mítica estirpe de Pablo Romero. Encierros muy venidos a menos fueron los de Cuadri y Adolfo Martín, que sin embargo imponían una tremenda seriedad en el ruedo, cada uno en su tipo tan distinto, como también lo hizo la corrida de Baltasar Ibán, garantía de casta inagotable contra la que no valían las soluciones de toreo moderno aplicadas por la terna nuestra de cada día. Bastante tenían con anunciarse con el toro de respeto del que abominan los poderosos, y una vez allí los gladiadores de tantas tardes esgrimieron redaños frente a las embestidas inciertas, especialmente un resucitado Luis Miguel Encabo, que se jugó el tipo de verdad ante un peligrosísimo Cuadri al que ya le había plantado cara en las verónicas de recibo ganando terreno en cada lance para construir luego una faena donde era imposible quedarse en el sitio sin resultar atropellado. También se hizo el ánimo Castaño en su última tarde, en la que planteó un trasteo muy sólido a su segundo Miura justo cuando todo estaba a la contra tras la fea cornada del toro a un Marco Galán que sigue imponiendo su magisterio con el percal de brega y sufre más de la cuenta en banderillas. Discreto y cumplidor anduvo Robleño, al que se le vio más cómodo en la distancia corta del Cuadri parado que en la moneda al aire de la distancia larga que pedían los ibanes.

         Y Rafaelillo. El bravo torero murciano desmintió la pregonada imposibilidad de sacarle partido al encaste de Zahariche. Su primer Miura se había despeñado por el camino de la invalidez absoluta y sólo le quedaba una oportunidad en Madrid que comenzó a aprovechar con una emocionante larga cambiada en el tercio y después con una enfibrada faena de menos a más en la que siempre fue hacia adelante buscando al Miura en su terreno, toro incierto que se entregaba cuando la muleta dominaba por abajo y buscaba al torero cuando se le vaciaba por arriba. Trasteo a toma y daca, de mucho aguante y taleguilla rota, con momentos de toreo caro, sobre todo en un cambio de mano excelso y en naturales aislados de desmayo inverosímil, en los que Rafaelillo se acordaba del novillero de calidad que fue. El triunfo grande se adivinaba por la respuesta del público, tan radicalmente distinta de la que había precedido a las numerosas orejas de saldo concedidas este año, pero con el fallo a espadas llegó la frustración y la vuelta al ruedo de un torerazo en llanto sin consuelo posible.



         Qué distinta de la miurada fue la corrida de la Beneficencia, la que antaño brillaba más que el sol. Como nos maliciábamos, la segunda entrega de victorianos en la feria no sacó las mismas complicaciones de la primera y uno no acierta a explicarse cómo, con el interés dizque tienen las figuras por terminar de consagrarse en Madrid, el ganadero las engaña de esta manera enviando los toros con menos posibilidades de triunfo. Pese a todo, alguno sí salió bastante a modo para el propósito pretendido por Julián y Miguel Ángel, pero oye, ni por ésas, fue tal el panorama de vulgaridad que propusieron los poderosos que apenas levantaron unas tibias palmas del festivo y predispuesto público de esa tarde.       

         La de Adolfo tampoco fue para tirar cohetes. Hasta que salió el sexto, los toros habían sacado la casta justita para que Castella se justificara y pudiera blasonar el resto del año de haber sido el triunfador de la feria sin rehuir al menos una cita de más compromiso que el que está acostumbrado a transitar, y para que Urdiales se despidiera de Madrid con el cartel intacto, pues si apenas dijo nada con las ganaderías comerciales, volvió a estar bien dando la cara con el toro de respeto al que le enjaretó alguno de los muletazos más caros del ciclo de este año. En cambio, Manuel Escribano quizá no pueda terminar nunca de depurar su estilo hasta alcanzar la compostura del diestro riojano, lo cual no importa nada si antes de retirarse firma cuatro o cinco faenas como la que le hizo a Baratero, el sexto toro de la corrida de Adolfo Martín, que salvó el honor de la divisa por su casta indómita y por haber encontrado enfrente a un torero cabal que le arrancó una oreja al final de una lucha a sangre y fuego. El de Gerena fue capaz de dominarlo ya desde el tercio de banderillas, cuando se sobrepuso a un atragantón enorme en el último envite, en el que el toro le esperó en el tercio y le tiró un gañafón terrible que no encontró carne por el puro milagro obrado por la medallita que sí partió con la guadaña de su pitón derecho. Escribano volvió a coger los palos sin rehuir la pelea y en los mismos terrenos le dijo al toro aquí estoy yo colocando esta vez sí el par más emocionante de la feria. La faena se desarrolló en el mismo tono de incertidumbre por la condición del toro y por el valor sin cuento del torero, perfecto siempre de colocación, demostrando a quien lo quisiera entender cómo es posible sobreponerse al peligro evidente pisando el terreno del toro, invadiendo esa frontera sin perder pasos como hacen los que quieren evitar el riesgo a toda costa. Desde ese sitio privilegiado, surgieron naturales trazados a ley, muy templados y ceñidos, unos ligados y otros de uno en uno, a pies juntos, muy hermosos, rematados donde se debe. La suerte de matar sólo tuvo el borrón de la pérdida de la muleta que como metáfora de la entrega de Escribano, quedó prendida entre los pitones hasta que dobló el animal.  



         El sitio de los toreros. El sitio del triunfo. Un sitio al que no se acercó el Cid en ningún momento de la tarde del cinco de junio, fecha emblemática en la que fue recibido por Madrid como sólo Madrid sabe agasajar a sus toreros predilectos. Se sentía el afecto en la ovación de gala que ya sólo se repetiría una vez más en la tarde para un puyazo en la yema de Tito Sandoval. Y es que Manuel anduvo como una sombra por la plaza, intentando sobreponerse a una victorinada dura, tres y tres, la primera parte más toreable y la segunda muy cuesta arriba para un hombre derrotado casi desde el principio, cuando intentó ponerse donde se ponía antes y comprobó cómo las carnes huían del compromiso, incapaz ese cuerpo de aguantar como antaño la embestida en la larga distancia, desasistido de las cuadrillas mediocres que contrató para una corrida de tanta exigencia, desolado el tendido contemplando el triste espectáculo de la huida y la decadencia. La memoria se nos iba hacia esa tarde del otoño de dos mil trece en la que el torero de Salteras dictó su última lección magistral en Madrid, o hacia el mes de agosto de 2007, cuando el Cid salió en triunfo por la puerta grande de Bilbao en otra tarde a solas con los Victorinos, tan lejos de ésta en el planteamiento y en la sensación de impotencia que ofrecía ahora el torero vencido. 



        Cuando abandonábamos la plaza demorándonos por la querida andanada que nos ha dado cobijo durante este último mes de fríos y calores, de tedio y emociones, nos preguntábamos si a Manuel Jesús todavía le quedarán arrestos para reivindicar su apodo en ocasión más propicia, al menos en una tarde más de gloria que él nos debe y la plaza a él, y con estas cavilaciones íbamos sobrellevando el ambiente de derrota que todavía nos acompañaba mientras subíamos por la calle de Alcalá, y nos despedíamos de la rutina isidril, camino de la incertidumbre del estío.

lunes, 1 de junio de 2015

PLAZA DE TALANQUERAS

Desde el año pasado, la empresa de las Ventas, con la connivencia de la Comunidad de Madrid que le arrienda el coso y que blasonando de ser defensora de la tauromaquia contribuye así a su hundimiento progresivo, introdujo un sistema de abono en el que pueden desecharse unos cuantos festejos de los anunciados en el serial, vendiendo el invento como novedad benéfica para el bolsillo del aficionado. Si además se configura una cartelería sin gran atractivo en la que abundan las tardes carentes de contenido, el sufrido abonado acaba huyendo de la quema en bastantes más ocasiones de las que desearía, mientras los tendidos se llenan de un público cada vez menos preocupado por el prestigio de la plaza, gentes a las que solamente importa convertir su regalo en una tarde de triunfo. La estrategia viene siendo claramente despersonalizar la plaza más importante del mundo en beneficio del negocio de unos pocos, convertirla en una talanquera triunfalista en la que se cortan orejas casi todas las tardes tras faenas que hace tiempo no serían recompensadas ni con unas tibias palmas a la voluntad.

         De ese tipo fueron las dos que cortó López Simón a la corrida de Las Ramblas, para abrir por segunda vez consecutiva la puerta de Madrid. Ya tiene recorrida la mitad de la gesta que dejó Rincón para la historia en el 91, y todo ello sin haber dejado un solo pasaje para el recuerdo. Tan solo la voluntad y el amor propio para sobreponerse a las cogidas no pueden bastar si todo ese bagaje se presenta envuelto en las formas vacías del destoreo y la vulgaridad. Sus compañeros de terna esa tarde, David Galván y Víctor Barrio, siguieron ese mismo camino pero sin tocar pelo y en absoluto justificaron su inclusión en los carteles de San Isidro.


          Una historia parecida se vivió en la última novillada de la feria en la que debido a las cogidas de sus compañeros, Francisco José Espada tuvo que matar los seis novillos de la corrida. Solventó la papeleta con gran disposición de ánimo mas sin grandes argumentos artísticos, instalado toda la tarde en los cánones del toreo moderno. Al fin y al cabo, la culpa no es del chaval sino de aquéllos que ya en las escuelas taurinas tergiversan los principios clásicos que hicieron de la tauromaquia un arte con un sentido, el de dominar a un animal bravo creando belleza. Afortunadamente, el presidente de turno tuvo la cordura de no conceder el salvoconducto para la puerta grande que fue pedido por algunos tras un bajonazo para rebajar aún más la categoría de la plaza.

    La corrida del Puerto de San Lorenzo volvió a presentar toda su decadencia en San Isidro y pese a ello, los toros llegaban a la muleta regalando embestidas aprovechables para un torero que tuviera la ambición que Miguel Abellán y Antonio Ferrera ya no tienen. Abellán sigue insistiendo con esta vacada a la que no fue capaz de cortar una sola oreja en su encerrona de Otoño. Recompensado tras aquella gesta con tres tardes en San Isidro, su paso por la feria mantiene intacto su cartel entre los espectadores que vinieron a comprobar en la plaza si su apostura era la misma que cuando le veían bailar en el prime time televisivo. Ferrera, por su parte, también bailó lo suyo delante de sus toros y ni siquiera ha destacado como antaño por su pericia lidiadora. Puede haberse anotado el récord de haber colocado doce pares de banderillas sin cuadrar en la cara ni una sola vez. Daniel Luque sorteó esa tarde un sobrero de Pereda ante el que demostró toda la incapacidad que atesora. El destino le dio una segunda oportunidad con otro sobrero de Parladé en su segunda tarde, toro bravo y repetidor que sólo encontró en la muleta de Luque una sucesión de vulgares banderazos sin poder alguno para domeñar sus encastadas embestidas sobre la arena venteña en cada una de las cuales iba pidiendo a gritos un torero. No había estado mucho mejor Luque en su primer Juan Pedro al que cortó una oreja en la cual el prestigio de la plaza se despeñó un escalón más al ser pedida y concedida tras una estocada que hizo guardia. La faena tuvo como principales virtudes una tremenda voltereta del matador en los estatuarios iniciales y ese adefesio que él mismo ha patentado llamado luquesinas y que llevaron al paroxismo a la plaza. Como estará la cosa que, sabedor de que la oreja iba a ser pedida y concedida de igual manera, ni siquiera el peonaje se preocupó de sacar rápidamente el estoque como suele hacerse normalmente para ocultar el desaguisado.   

       La corrida de Juan Pedro Domecq fue tan buena para el torero que los animalitos parecían decir camino del desolladero aquello de "Dios qué buen vasallo si hubiese buen señor". Relatado ya lo de Luque, Finito de Córdoba pasó por la corrida tirando líneas al hilo del pitón sin allegar a sus faenas los arrestos que tuvo para encararse con el público disidente de sus maneras. En cambio, Alejandro Talavante sigue avanzando pasos en su condición de torero consentido de la afición de Madrid. Pudo haber conseguido el triunfo grande si hubiera manejado bien la espada y aunque no redondeó ninguna de sus dos faenas, tuvo en ambas momentos de toreo muy caro, sobre todo en algunos naturales aislados de mano baja rematados detrás de la cadera y sin rectificar terreno, pero prefirió abonarse al efectismo del toreo accesorio mas de gran exposición, sobre todo en una escalofriante arrucina de rodillas y en un pase cambiado por la espalda que levantaron clamores.


     La semana estaba montada en torno a la madre de todos los carteles. Alcurrucenes de lujo para Morante, el Juli y Castella. Los alcurrucenes de serie B ya habían sido despachados la semana anterior con más pena que gloria por otros diestros con menos fuerza en los despachos y el resultado de la tercera tarde de los toros de los hermanos Lozano en la isidrada era previsible. Animales justitos de trapío y de casta con la única excepción de Jabatillo, número 145, un colorado que todavía debe estar embistiendo en la muleta sabia de Sebastián Castella que firmó su faena más importante en Madrid para abrir por cuarta vez la puerta grande de las Ventas. Su trasteo no siguió las normas que estableció Cecil B. de Mille para la película perfecta según las cuales la historia debía comenzar con un terremoto y a partir de ahí, seguir in crescendo. El terremoto se dio cuando el francés comenzó desde los medios con su conocido arranque por pedresinas aunque lo que verdaderamente conmocionó a los tendidos fue una inspiradísima sucesión de remates por bajo con la naturalidad de la improvisación. El runrún de los grandes acontecimientos se instaló entre el público en una primera serie de naturales de mucha clase, interpretados en el sitio exacto para no convertir la ligazón en una mentira, nivel que Castella ya no volvería a alcanzar salvo en algún momento aislado propiciado por la boyantía del toro, cuya profundidad sin límite hubiera merecido otro final distinto al toreo de saldo por circulares y doblones con que le Coq obsequió a la concurrencia antes de culminar la obra con un bajonazo perdiendo la muleta. A partir de ahí, los despropósitos se instalaron en el palco donde el presidente Javier Cano atendió la petición mayoritaria de la primera oreja y cuando parecía que iba a reafirmar la categoría de la plaza negando la segunda, sacó el pañuelo azul sin que nadie lo solicitara e inmediatamente el pañuelo blanco de la segunda oreja, con lo que erraba por partida doble legitimando a la vez la enésima puerta grande concedida tras un bajonazo y la vuelta al ruedo para un toro que salió suelto del caballo en sus dos encuentros con el picador. Lamentable.


      Más allá de este momento álgido, la tarde no dio para apenas nada más. El Juli pasó como una sombra por la plaza, incapaz de sobreponerse a la conmoción causada por el francés y Morante de la Puebla sólo se lució en un brindis al Rey padre hecho como Dios manda, esto es, dándole la espalda a la hora de lanzar la montera hacia la meseta de toriles, lugar en el que el monarca emérito parece haber comprado un abono para esta feria. 

     Victoriano del Río comparece este año en el ciclo por partida doble, y el aficionado anda con la mosca detrás de la oreja sobre el hecho de si los toros reservados para la corrida de la Beneficencia, mano a mano para el Juli y Perera, serán tan dóciles como estos dos poderosísimos matadores desean o sacarán el puntito de genio que descompuso a la terna de la primera tarde de Don Victoriano en Madrid. Diego Urdiales agotó su segundo cartucho en la feria fracasando sin paliativos frente a un lote con dificultades que no supo descifrar. Parece como si el riojano hubiera abandonado la mentalidad que le hacía salir airoso con las ganaderías más duras, en estas tardes en las que viene anunciado de manera más cómoda, y sus carnes huyeran de comprometerse cuando inesperadamente el toro que se preveía noble le desborda una vez tras otra.

     En cambio, al Fandi le correspondió el toro más noble del encierro y lo pasó de muleta con su acostumbrada tosquedad, aunque quien da lo que tiene no está obligado a más. Como obtuvo la indiferencia del público ante lo que seguramente consideraría en su interior como el toreo mejor que cabía en sus capacidades, cuando el quinto sacó problemas tiró por la calle de en medio sin ningún pudor, levantando las iras del mismo público que antes le había ovacionado en banderillas sin ninguna justificación.

    Por su parte, Iván Fandiño también parece haber tocado techo tras el fracaso del Domingo de Ramos y, sin embargo, siguen flotando en el ambiente de la plaza los restos de la ilusión que animó aquella tarde, un no sé qué de respeto hacia aquella apuesta permanece en las actuaciones del matador vasco, por encima de sus limitaciones. En su última actuación en San Isidro no le salió casi nada de lo que intentó, pese a lo cual, se le sigue esperando.

   Entre los toreros de plata destacó la cuadrilla de Luque, tanto Antonio Chacón como el Algabeño, así como la de Fandiño, en la que Pedro Lara le sigue disputando a Marcos Galán el título de mejor lidiador del escalafón y Miguel Martín y Jesús Arruga continúan siendo una garantía de suficiencia y arte con los palos.